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Vacaciones, emergencia nacional en China

Aunque en verano no hay días libres y a los chinos no les gusta tomar el sol, cada fin de semana se inundan de bañistas las playas de ciudades costeras como Qingdao o Dalian

efe

PABO M. DÍEZ

Con sus más de 1.330 millones de habitantes, China es el único país del mundo donde las vacaciones suponen, más que un respiro por el merecido descanso, una emergencia nacional. Aunque más de la mitad de la población son humildes campesinos que no pueden permitirse el lujo de viajar a la playa o de visitar la Gran Muralla, basta con que 200 o 300 millones de chinos de la emergente clase media urbana se tomen unos días libres para colapsar carreteras, aeropuertos y ferrocarriles.

Acostumbrado a manejar tales magnitudes, el régimen chino ha espaciado las vacaciones en varias fechas a lo largo de todo el año, pero dosificándolas en pequeños periodos para evitar los desplazamientos masivos.

Las vacaciones más importantes, que duran algo más de una semana, coinciden con la Fiesta de la Primavera, que es como se denomina en mandarín al Año Nuevo chino y tiene lugar entre finales de enero y principios de febrero. A continuación, el Día del Trabajo (1 de mayo) trae otros cuatro o cinco días libres, al igual que el Día Nacional (1 de octubre). Más cortas son, en cambio, las vacaciones por el Día de los Difuntos (abril), el Festival del Barco del Dragón (junio) y la Fiesta de Mediados de Otoño (septiembre), reducidas para impedir que los «puentes» provoquen aglomeraciones multitudinarias.

En verano no hay vacaciones, pero eso no impide que cada año se repitan las mismas estampas procedentes de ciudades costeras como Sanya, en la paradisíaca isla tropical de Hainan, Qingdao, Dalian o Beidahe, destino habitual de asueto para los gerifaltes del Partido Comunista desde que el «Gran Timonel» Mao Zedong escogiera sus playas para refrescarse de los calores estivales.

Pertrechados con flotadores, manguitos, cubos, palas, sombrillas, tiendas de campaña y colchonetas de plástico, miles de chinos abarrotan cada fin de semana las playas de Qingdao y Dalian hasta tal punto que no se distingue dónde acaba la arena y empieza el agua. Más que por la corriente, los bañistas se dejan arrastrar por una auténtica marea humana. Si todos se pusieran a hacer olas al mismo tiempo, serían capaces de provocar un “tsunami” como el que arrasó las costas del Sureste Asiático en las Navidades de 2004. A la vista de la multitud que se agolpa en la arena, la pregunta del millón es: ¿Mandarán las familias, como ocurre en España, a los abuelos con la sombrilla a primera hora de la mañana para que cojan sitio o habrá que luchar como en una guerra por un metro de tierra?

Es lo que tiene nacer en la nación más poblada del planeta y convivir con otros 1.300 millones de semejantes: que uno hace cualquier cosa y, por muy original que se crea, acaba siendo reducido a un pequeño puntito como en esos abigarrados dibujos de «¿Dónde está Wally?».

Y todo ello a pesar de que los chinos no son especialmente aficionados a tumbarse a la bartola el día entero para tomar el sol, ya que el ideal de belleza oriental, sobre todo para las mujeres, se basa en una inmaculada piel blanquísima que obliga a las damas a salir en verano con sombrillas para protegerse de los mismos rayos UVA por los que en otros países se paga un riñón en los centros de belleza.

Así de caluroso y multitudinario es el verano en China.

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