BARCELONA
El último día del laportismo
Concluye un mandato de controversia con numerosos éxitos deportivos y varios escándalos institucionales
ENRIQUE YUNTA
Hasta aquí, siete años de laportismo, tan volubles y chocantes que el gobierno de Joan Laporta será recordado por siempre jamás en la historia del Barcelona. Se acaba una etapa repleta de contradicciones, tan vinculada al éxito como a los escándalos más vergonzosos, tan feliz ... en lo deportivo como inestable en lo institucional.
Se va un presidente especial, un tipo fiel a sus principios sin que su estilo actual se asemeje en nada a la carta de presentación que empleó en el feliz verano de 2003, periodo estival que le catapultó a la poltrona para enterrar la longeva gestión de José Luis Núñez y la calamitosa etapa de Joan Gaspart. Cede su asiento a Sandro Rosell, conocido cariñosamente antes como Sandrusco y nombrado ahora con ironía y sarcasmo Alexandre, enemigo íntimo del «amic Jan».
Relativamente tranquilo el proceso de transición, sin ataques personales ni palabras malsonantes, Joan Laporta se despide coqueteando con la política y convencido de que ha entregado los mejores años de su vida al Barcelona. Impulsor del círculo virtuoso, responsable número uno de la inercia de la autocomplacencia que se llevó por delante la sonrisa de Ronaldinho y los rizos ahumados de Frank Rijkaard, presume de doce títulos oficiales y del 2-6 en el Bernabéu, resultado que le emociona más que cualquier trofeo por aquello de humillar al rival más detestado.
Emergió como un torbellino al frente de L'Elefant Blau, cabeza visible de la radical oposición a Núñez, y superó contra todo pronóstico a Lluís Bassat, prestigioso publicista que aspiraba al trono presentando a Pep Guardiola como secretario técnico. La vueltas que da la vida. Empeñado en acabar con cualquier aroma de hispanidad, enterró las banderas de España y prometió levantar alfombras, manida frase de todo candidato, palabras que se las lleva el viento ya que a la hora de la verdad optó por guardar respetuoso silencio. Con todo, se presentó con Frank Rijkaard después de que los nombres consagrados de los banquillos le dieran «no» por respuesta, incluido el gurú Johan Cruyff, tótem en la sombra durante estos siete años de laportismo. Beneficiado por los contactos de Rosell con Nike y Brasil, aterrizó en el Camp Nou el mágico Ronaldinho en vez del bello David Beckham, otra promesa incumplida.
Arranque dubitativo
Su Barça se presentó en el partido del gazpacho, primera jornada de Liga en la que Laporta desafío a los estamentos colocando el duelo contra el Sevilla cinco minutos después del medianoche. Arrancó un periodo de felicidad no sin antes superar un inicio dubitativo en el que el equipo llegó incluso a merodear por las catacumbas, puesta en peligro la cabeza de Rijkaard. El holandés errante, entre calada y calada, enderezó el rumbo y llevó al Barcelona al cielo de París en 2006, punto y final de ese legado ya que a partir de entonces el club se adentró en una zona tan peligrosa que acabó con más del 60 por ciento votando en contra de Laporta en una moción de censura avalada por el socio Oriol Giralt, un grano siempre incomodísimo para el presidente.
Pero se recuerda esa primera época de su gobierno por episodios varios en donde perdío los pantalones en un aeropuerto porque la máquina de los metales se cebaba con él, expulsó a su chófer en pleno corazón de Barcelona por no saltarse un semáforo y gritó como un poseso el mítico «Al loro, que no estamos tan mal», un ataque de ira ante los peñistas empleado luego como un polítono que arrasó en el mercado de los móviles. Años de contrastes en el que llegó a ponerse como un tocino a base de comilonas (lo dijo él, «m'estic posant com un bacó») y mandó un mensaje al mundo entero con el «que n'aprenguin!» (¡que aprendan!), años de altibajos que acabaron con la mencionada inercia de la autocomplacencia fruto de la barra libre que concedió desde las alturas, permitiendo que Ronaldinho se pasara media vida durmiendo la mona en el gimnasio mientras Samuel Eto'o partía al Barça en dos incendiando al vestuario y llamando mala persona a Rijkaard.
La llegada de Pep
Abandonado por más de media junta que entendió el castigo de la moción, y espiada buena parte del resto, se empeñó en seguir al mando de la nave y llegó Pep Guardiola, una especie de salvador que ha hecho de estos dos últimos años los más gloriosos de la historia del club. Y eso que antes iba Mourinho, se tanteó otra vez a Cruyff y se buscó en otros lares un responsable con mano de hierro para el banquillo. El hombre estaba en casa, en el filial, y el resultado ya se sabe. Otra Copa de Europa, dos Ligas, dos Supercopas de España, una de Europa, la Copa del Rey y el Mundialito de clubes, un botín escandaloso. Todo ello acompañado de una plantilla con denominación de origen propia, un grupo de jugadores comandado por Leo Messi, icono de la interminable fábrica de La Masía.
Se va Laporta orgulloso, se va después de pagar una morterada al equipo de Norman Foster por la remodelación de un Camp Nou que sigue exactamente como estaba. El proyecto se ha quedado en el cajón y le toca a Rosell tomar cartas en el asunto. Lo que no se toca es el acuerdo con Unicef, una operación bendecida por el entorno, y la línea deportiva, intachable y culpable de noches empapadas en cava.
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