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Celebración de Francisco Brines

Francisco Brines, XIX Premio de Poesía Iberoamericana

Día 10/06/2010 - 20.51h
A un escritor, a un poeta, no sólo lo hace grande la grandeza de su obra, sino también el espíritu de su vida, de su biografía; es decir, aquello que percibimos de la persona, del hombre, por el relato que los demás hacen del personaje, y que, como todo lo que se construye con palabras, pertenece al género de la ficción (y la ficción es una fábula verdadera urdida bajo un punto de vista concreto, lo más aproximado a la verdad que nos es posible estar a los humanos).
En la obra de un gran escritor, de un gran poeta, a veces percibimos al hombre con intensidad, y a veces no. Quiero decir que, en ciertas obras, en ciertas ocasiones, aparece de una forma manifiesta un retrato del yo; pero que, en otro género de obras, el yo no es una preocupación fundamental (aunque en definitiva no existan obras que no terminen hablando en primera persona, máxime aquellas que se atienen a la convención de hablarnos en tercera.)
La obra de Francisco Brines, su Ensayo de una despedida, representa uno de los hitos de la poesía en español del siglo XX. Uno de los grandes ejemplos que hacen de nuestra tradición contemporánea un monumento verbal, una roca de solidez para el espíritu. Me refiero a que su poesía cumple con creces con la labor que se le exige a un poeta: contar su aventura en el mundo, mediante la aventura del lenguaje, y hacerlo sin desmerecer de los grandes maestros que han venido antes. De ahí que la obra de Brines se nos aparezca como espléndida: por apreciación individual, y, sobre todo, por valoración en el contexto de la poesía de su generación y de las generaciones precedentes. Sin ningún desdoro, sin hipérboles, con completo merecimiento, el lector sabe que puede situar la obra de Francisco Brines en esa orgullosa enumeración que podría contener, por ejemplo, a Juan Ramón, a los Machado, a Unamuno, a Cernuda, a Salinas, a Gil-Albert, a Miguel Hernández, a Rosales, a Claudio Rodríguez, a Valente, a Biedma.
AMOR POR LA EXISTENCIA. Pero, además, sus devotos sabemos que en sus poemas alcanzamos a tocar una figura de carne y hueso, el dibujo de un hombre que habla para los hombres, que logra contarnos la experiencia de una vida vivida desde la intensidad de la emoción, desde la abnegación del amor por la existencia. Brines es un elegíaco, un poeta que deplora la condición del mundo, que lamenta la esencia trágica del existir, pero que lo hace, precisamente, porque el existir, el mundo, son el sumo bien que nos será arrebatado. Porque hemos hecho del existir y el mundo, a menudo, un lugar indigno de los sueños del hombre, de las virtudes del hombre, del hondo conocimiento del mundo. Brines es un elegíaco literario, porque ha querido ser siempre —y ha sido— un hímnico vital.
Defiendo la naturaleza terapéutica del arte, el supremo valor medicinal de la poesía, que nos acompaña, que nos consuela, que nos inflige dolor con su descarnada lucidez, pero que, curiosamente, mediante el dolor nos reconforta. Brines ha escrito su obra aquilatada, cernida, para consolarse del mundo, para tratar de vivir mejor, con un mayor aprovechamiento de los instantes de alegría que la existencia nos proporciona, y para resistir ante los desafueros que el destino nos trae. Y sus lectores lo leemos para lo mismo: para aprender serenidad, para apropiarnos de la emoción de sus palabras y añadirla a nuestra emoción, a nuestras palabras. Si el arte no sirve para que lo podamos usar en la tarea de procurar ser mejores, sirve para poco, apenas sirve. Si no es un instrumento de júbilo existencial, es un artefacto inútil, una mala herramienta.
En el caso de Francisco Brines, el temperamento de la obra está también en consonancia con el temperamento del hombre que la ha escrito, que la ha cuidado, que la ha convertido en una de sus razones para la exaltación.
Brines es un epicúreo entreverado de senequista, alguien que aspira al goce de vivir desde la serenidad, desde la calma, desde el crecimiento y el retiro interiores. Como firme partidario de la sensatez, y como poseedor de un buen juicio infalible, resulta lo más alejado que se pueda pensar de lo frívolo y estridente.
Seguro que él nos diría que carece de biografía, es decir, de grandes peripecias y aventuras para ser contadas en un relato; pero lo cierto es que nadie carece de biografía si tiene el biógrafo adecuado. Brines ha vivido con vehemencia su dedicación a la poesía y al mundo, que son, a la postre, una y la misma cosa. Por ello ha cumplido con la máxima de las aventuras que nos es dado emprender: tratar de ser felices durante el relámpago de nuestro tiempo terrestre.
PREMIOS QUE NO LE CAMBIAN. El Premio Reina Sofía se viene a sumar a una larga nómina de premios que se honran con su nombre. Los tiene casi todos, pero ninguno ha conseguido cambiarlo a él. Cuando recaen en su persona, en su obra, los acepta con agradecimiento y con modestia, explicando que, en realidad, los premios no se pueden atribuir a la poesía propia, a los poemas de uno mismo, sino a la propia Poesía, a lo que la palabra ha hecho en nosotros a lo largo de los años. El premio es siempre al género, al arte, que nos toma de vez en cuando como intermediarios.
Y es que a un gran escritor, a un gran poeta, no sólo lo engrandecen los resultados de sus obras, sino también el espíritu con que vive y enseña a vivir.
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