Patti Smith y Robert Mapplethorpe, fantasmas del Hotel Chelsea
La cantante y poeta Patti Smith y el fotógrafo Robert Mapplethorpe fueron amigos, amantes y compañeros de viaje. Símbolos de una intensa época. Los años que pasaron juntos compartiendo la vida y el arte son los que recrea Patti Smith en «Éramos unos niños» (Lumen), ... libro de memorias que llegará a las librerías en junio. Artistas, músicos y escritores – Andy Warhol, Leonard Cohen, Williams. Burroughs, Gregory Corso, Allen Ginsberg – convirtieron el Hotel Chelsea de Nueva York en templo del malditismo exquisito. Patti Smith y Robert Mapplethorpe también ligaron a él sus leyendas.
El Hotel Chelsea estaba ya plagado de fantasmas cuando ellos dos llegaron: par de críos muertos de hambre, armados con su gesto de dioses desdeñosos. O ángeles caídos. Podían pasar por un par de comunes chaperos. Aunque eran chico y chica. En lo sexual, perfectamente incompatibles. Almas demasiado idénticas para tolerar la litúrgica amalgama de los cuerpos en su habitación compartida.
Para Robert Mapplethorpe no había cuerpo deseable sino en la hipérbole del arquetipo viril más tópico. Patti Smith jugaba de maravilla su papel ambiguo de animal asexuado; demasiado para ser creíble. Pero en el Chelsea que vio a Burroughs y Ginsberg, esos juegos de niños malos no impresionaban a nadie. Tenían veintisiete años. Hotel Chelsea, habitación 1.017, patio interior, una sola cama pequeña. Y toda la bohemia neoyorquina rondando por el hall . Hendrix, Morrison, Joplin …: paseo de los nombres muertos. Mapplethorpe, Smith, mirando de soslayo todo… Como gemelos incestuosos. En otra habitación del Hotel Chelsea, un hombre que mediaba la treintena no aguarda esta noche a nadie. Pero eso sucedió tres años antes. Era el fin elegíaco de los sesenta. Y llaman a la puerta. Recordará el hombre, más tarde, aquella habitación. Con el fulgor de lo perdido. Llaman a la puerta. Una chiquilla de cabellos híspidos, rojos como de alambre incandescente. Se ha equivocado de habitación, claro. Lo mira con lentos ojos de miope. «Perdón, andaba buscando a Kris Kristofferson », dice. Y el que ha abierto la puerta sonríe. «Señorita, para usted yo seré Kris Kristofferson.» Y la chica se monda de la risa. Y la puerta se cierra. En la calle hay una limusina. Pero el concierto habrá de esperar. Un par de horas. Los locos de Janis Joplin –todos lo éramos en aquel tiempo– están hechos a la espera. «¿Sabes?», dice la cría al hombre, «yo me lo monto sólo con chicos guapos, pero contigo haré una excepción.» La maldita limusina, esperando en la calle. Y la chica que cede a la melancólica verdad por un momento: «¿Sabes? Ni tú ni yo somos lo que se dice una belleza. Pero tenemos la música».
No demasiados años más tarde, en la voz sosegada del hombre siempre demasiado viejo, la lírica se trocará en elegía: «Te recuerdo en aquella habitación del Chelsea. Eras famosa ya. Tu corazón fue una leyenda». Recuerda entonces la loca cantinela de la chiquilla, sus «te necesito, no te necesito», la gente necia y tal vez enamorada que le bailaba el agua… Se fue. Era octubre del 70. Tenía veintisiete años. Cantaba como nunca cantó nadie. Y aquel que cruzó en su camino a una cría atiborrada de blues, heroína, alcohol y muerte, se despide con la más árida desolación que puede evocar un hombre: «Te recuerdo claramente en el Hotel Chelsea, / eso es todo, no pienso demasiado en ti…». Leonard Cohen contaría luego su remordimiento por haber escrito esa canción. Pero siguió cantándola. Siempre. Puede que sea su obra maestra. Los del Chelsea eran fantasmas despiadados. Ni Robert Mapplethorpe ni Patti Smith podían engañarse. Era el mohoso panteón de los malditos lo que ansiaban merecer en aquella posada con maneras de infierno. Allí plantaron su cuartel general en la guerra privada que acababan de declarar contra sí mismos. Era 1973, y era el suyo un combate sin cuartel ni prisioneros. Dicen. Puede que de verdad lo crean. Vinieron para dejar de ser como los otros; para dejar de ser. Eligen el Hotel Chelsea como lugar de pérdida. Igual que antes que ellos lo eligieron otros. Andy Warhol ofició la consagración de aquel antro en templo del malditismo exquisito: Chelsea Girls no era más insufrible que otras de sus películas; la canción de Lou Reed , que le daba banda sonora, a modo de salmodia para la voz tan lúgubre de Nico, evoca en tenebrosas reinas sadomasoquistas, cargadas hasta las cejas de todos los fármacos, la áspera seducción de lo disonante: Nueva York, última ciudad poética.
En una habitación del Chelsea, la que ni Smith ni Mapplethorpe pagaban nunca, hubieron de nacer los desbocados caballos, Horses , los Caballos del primer LP –y el mejor– de una Patti tan ascética como navaja de barbero en mano de un homicida infalible. En la misma habitación del Chelsea, Mapplethorpe escupía matemáticas obscenidades, hechas de sexo y crueldad, sobre los ensueños de flores mustias que llegaron desde la Costa Oeste. Todo era blanco y negro para aquellos dos milimétricos salvajes. Vivían en una aceleración que nada debía ya a los lisérgicos tiempos muertos de sus mayores. Un vértigo de vida que se escapa, deprisa, muere joven, deja un bello cadáver… Mentira todo. No hay cadáveres bellos. Se sabe luego. Demasiado tarde. Pero el galope que se llevó a Patti fue otro. Extraño. La vida doméstica. Boda con Fred «Sonic» Smith en el 80, exilio hacia la América profunda y el silencio. Dos decenios de nada siguieron. Dos hijos. El sida se llevó a Mapplethorpe en el 89. Fred morirá súbitamente en 1994. Vendrá, de inmediato, un disco sobrecogedor que evoca su pérdida. Y, con la suya, la de tantos. Gone Again : «Historia de la tribu», dice ella, contada por su última superviviente, canto de «mujer de la tribu» por sus guerreros muertos.
Miente el sentimentalismo. Y toda exhibición de dolor propio es obscena. «Un artista –escribía Patti Smith– exhibe su trabajo, no sus heridas.» La desesperación de Gone Again era sopesada y lúcida. Un tono de clasicismo grave recorre el aliento de esa depositaria de un legado que sabe no sólo suyo. Y el súcubo del Chelsea suena ahora con voz de intemporal Sibila: «Siempre he creído en el sentido del equilibrio y de la cautela». Siempre ha creído que el «inmenso y razonado desajuste de todos los sentidos», que evocara su amado Arthur Rimbaud , debe ser desenvuelto con toda la testarudez y pausa de quien juega su vida y la de otros en cada envite. «Hacer sólo el viaje de ida y destruirse, hasta la muerte incluso, es un triste despilfarro.»
Eso escribe una sexagenaria sabia. Pero a los dos del Chelsea nadie vino a contarles que la vida era aquello.
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