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Jueces en la encrucijada

MUY coriácea ha de ser la piel y muy firme la conciencia de ese magistrado del Constitucional cuyo criterio negativo rompe el trabado empate de la discusión jurídica sobre el Estatuto de Cataluña. Porque para resistir la presión que a él y a sus colegas les está cayendo encima es menester una estructura moral e intelectual de hormigón armado. El verso suelto del TC se llama Manuel Aragón, es discípulo del profesor Rubio Llorente y fue elegido por el llamado bloque progresista, pero al parecer estima que el rasgo más progresista de un juez es su independencia y no traga la dinámica de hechos consumados que trata de imponer el establishment catalán a base de quejoso victimismo preventivo. Considera su señoría que el pacto constituyente del 78 no ampara el reconocimiento de Cataluña como nación ni otros aspectos de su pretendida relación bilateral con el Estado, de modo que ese contumaz voto desequilibra las fuerzas en el Alto Tribunal y amenaza con un revolcón derogatorio del tinglado soberanista que Zapatero auspició para garantizarse un feudo electoral en el que asentar su hegemonía. La clase dirigente catalana está en un sinvivir ante tamaña osadía y ya no sabe cómo evitar la inaudita posibilidad de que el Tribunal Constitucional se atreva a decidir lo que cabe y no cabe en la Constitución.

La tensa disputa por el voto del magistrado Aragón no es más que el penúltimo acto de una tragicomedia de errores que empezó en un mitin preelectoral de ZP y acaba, por ahora, en una sorprendente movilización de unanimidad mediática al servicio argumental de la dirigencia política. En medio queda un delirio legislativo del Parlamento autonómico, un insuficiente raspado de aristas en el Congreso, un pacto a hurtadillas en la Moncloa, varios engaños sucesivos del presidente -a Mas, a Maragall, a Montilla- y un referéndum de raquítica participación que ahora parece la piedra filosofal de la legitimidad estatutaria. Y queda también la penosa autodeslegitimación de un Tribunal Constitucional zarandeado, manoseado e incapaz de evacuar en tres años una sentencia razonable. He aquí una antología de improvisación política, egoísmo institucional y degradación jurídica basada en el cínico principio pragmático de que cuanto mayor sea el enredo más trabajo costará deshacerlo.

Todo eso queda en este momento, según parece, pendiente del criterio de un juez impermeable a la división hemipléjica de sus colegas, situados por las circunstancias en el eje de un crucial tránsito histórico y sometidos a una tensión final inaceptable, colectivamente degradante y democráticamente perversa. En un Estado de Derecho no hay más ultima ratio ética que la jerarquía de la ley y, se pongan como se pongan quienes se pongan, sólo queda la esperanza de que algún hombre que aspire a ser justo se decida a aplicarla conforme a su conciencia.

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