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Un poeta visionario

Diego Jesús Jiménez / MERCHE DE LA FUENTE

Hace apenas unas horas, moría en Madrid el poeta Diego Jesús Jiménez. Ahora ya casi nadie discute que se trata de uno de los pocos autores fundamentales de su generación y, por lo tanto, del último medio siglo. Pero su carrera fue larga, dura y solitaria, como la de un corredor de fondo. Por suerte, siempre tuvo a su lado la presencia alentadora de su esposa, Társila Peñarrubia, y de sus hijos. Tampoco le faltaron amigos fieles y lectores devotos de su obra. Nacido en Madrid en 1942, su vida estuvo muy vinculada, desde la infancia, a Priego de Cuenca, un dato que él consideraba muy importante, pues de ese mundo rural procedía buena parte de su arraigado vocabulario poético. Estudió periodismo y fue también editor y pintor, así como una persona luchadora y comprometida.

En su obra, cabe distinguir tres momentos bien diferenciados: una primera etapa juvenil, de formación y búsqueda, en la que se incluyen sus tres plaquettes iniciales: Grito con carne y lluvia (1961), La valija (1962) y Ambitos de entonces (1963); una segunda etapa, de madurez expresiva, con La ciudad (1965, Premio Adonais 1964) y Coro de ánimas (1967, Premio Nacional de Poesía 1968); y una etapa de plenitud, con Fiesta en la oscuridad (1976), Bajorrelieve (1990, Premio Hispanoamericano de Poesía Premio Juan Ramón Jiménez) e Itinerario para náufragos (1996). Con este último obtuvo tres importantes galardones: el Premio Jaime Gil de Biedma, el Premio de la Crítica y, de nuevo, el Premio Nacional de Poesía, que, de alguna forma, sirvieron para premiar no sólo un gran libro, sino también una trayectoria ejemplar en todos los sentidos.

En su poesía, Diego Jesús Jiménez nos ofrece una visión del mundo centrada en el perpetuo misterio de la vida. Pero a él no le interesaba descifrar ese misterio, sino «plantearlo, mostrarlo, nadar en él, vivir en é1 sabiendo la imposibilidad de desvelarlo a través del arte». De ahí su escepticismo con respecto a las posibilidades de la palabra para conocer la realidad. Y es que, según decía, la labor del poeta no es conocer la verdad, sino soñarla. De hecho, la verdad del poema no es otra cosa que la inmersión en lo desconocido, en lo misterioso, en lo oscuro de la vida, como única forma de habitar y soñar la realidad. Todo esto dio como resultado una poesía hondamente reflexiva, crítica y desmitificadora, pero que, al mismo tiempo, es un canto a los «desheredados, los fracasados, las víctimas de la Historia o de cualquier historia». El fruto, en fin, de la labor callada y solitaria de un poeta visionario.

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