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Leí «Las cenizas de Ángela» cuando se publicaron en España atraído por un título bello, de raigambre convencional y que apenas lograba ocultar su bien pensada expresión, y sobre todo porque en cierto tiempo me atrajo saber en qué podía consistir ese misterio de que una obra gustara a inmensos públicos de culturas muy diferentes.

Ahora, con la muerte de su autor, en lucha con un cáncer desde hacía tiempo, aventuro que en su caso biografía y obra se unieron en una mezcla que antes de la explosión de la democracia del narcisismo que impera por la Red hizo que el público pudiera hacer suyo, quizá por última vez como lector sin ínfulas interactivas, la vida de un personaje de ficción: la errática, dramática y, sin embargo, esperanzadora niñez del propio autor en el paupérrimo Limerick en los años de la II Guerra Mundial.

Ángela, la madre, es el ángel guardián de una manada de niños, los hermanos de Frank, a la que se le van muriendo de uno en uno, y todos nosotros, sobre todo los que han vivido la experiencia de tener ese ángel custodio en su infancia, han sabido que la supervivencia, de una u otra manera, se la han debido en exclusiva a ella y no lo olvidan.

Ello, con ser tan terrible, tiene un final esperanzador en el Nueva York del Nuevo Mundo y también este final, como metáfora, pertenece al imaginario colectivo de la emigración occidental. Frank Mc Court consiguió, con esta novela, que sus lectores sintieran sus avatares como propios. Extraña empatía que pocos consiguen con su obra y que veces tiene mucho de misterio. Frank Mc Court pertenece, por ello, a ese pequeño reducto de los autores del sentimiento cuyo maestro es Dickens. Luego vino todo lo demás.

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