Martes, 09-06-09
MIENTRAS una parte de la derecha española, fiel a su tradición autodestructiva, se enredaba en la habitual discusión sobre el tamaño de la victoria electoral del PP, Zapatero abandonaba de tapadillo la sede socialista parapetado en los cristales tintados de su coche para no mostrar el rostro avinagrado de la derrota. El líder planetario estaba para pocas bromas tras el varapalo; dejó a López Aguilar solo con su elegancia perdedora e hizo que Leire Pajín leyese un comunicado sin alharacas galácticas. La noche no era para sacar pecho, pero tampoco para esconder la cara. Fue una pena que el futuro presidente de la Europa del Progreso hurtase al mundo el privilegio de contemplar su sonrisa congelada.
El revolcón ha escocido en el PSOE. Los socialistas esperaban perder, pero por un margen menor. Dos puntos a lo sumo, lo justo para dejar en precario a Rajoy y mantener en el PP la conspiración interna contra un liderazgo débil. El resultado no permite dudas; la diferencia es la misma con la que Zapatero ganó las generales de 2008. Fue hace quince meses, pero parece el siglo pasado. Desde entonces ha palmado dos veces seguidas, se ha empantanado en la crisis, ha malgastado sus trucos y ha fundido un gabinete que ahora no puede volver a remodelar. Lo importante no son las extrapolaciones, que no tienen sentido por la alta abstención, porque queda mucha legislatura y porque el domingo no había ningún poder en juego. La clave está en los estados de opinión, en las tendencias. El Gobierno sabe que ha empezado a remar contra corriente. Que su llamada a la movilización del miedo a la derecha no ha surtido efecto. Que ahora va por detrás y que, si el PP gestiona con criterio la ventaja, tiene serias posibilidades de agrandar la brecha que ha abierto.
Lo que puede cambiar son las percepciones de la opinión pública. El PP ya no es una fuerza aislada ni el marianismo una corriente perdedora. Es probable que en los próximos actos públicos a los que vaya Rajoy empiecen a aparecer empresarios influyentes, pelotas profesionales, traficantes de influencias, aduladores de oficio y toda esa amalgama cortesana especializada en orientarse por el perfume del poder. Los triunfos proporcionan aureola y la aureola otorga credibilidad. Aún no ha ganado nada importante y ninguna victoria va a investir a Rajoy del carisma que la naturaleza le ha negado, pero desde el domingo la oposición destila aroma de alternativa real. El Gobierno lo sabe y, diga lo que diga, lo teme.
El desafío del centro-derecha consiste ahora en administrar su éxito durante una larga etapa sin elecciones en que convalidarlo. Las mayorías se construyen así, sumando expectativas, elaborando propuestas, actuando con el aplomo de quien está seguro de tomar el poder mañana. Nada de eso garantiza el vuelco, pero ya tampoco está escrito que el zapaterismo sea una desgracia obligatoria.

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