Lunes, 25-05-09
Primeros días de junio de 1977. Bruce Frederick Joseph Springsteen y el periodista Jon Landau (el que unos años antes había visto en Bruce el futuro del rock and roll, convertido ya en la sombra humana y artística del rocker de Nueva Jersey) entran en los legendarios Atlantic Studios neoyorquinos. Apenas si saldrán de allí en nueve meses, una cerveza y un maxi burger en el bar de la esquina, alguna galopada automovilística, un cumple de alguno de los chicos de la E. Street Band.
Bruce acaba de salir de un pleito con su ex manager, Mike Appel, Elvis está a punto de reventar, y Springsteen, dos años después del inverosímil «Born to run», convencido de que ya no es ningún niño, de que es todo un hombretón (a pesar de que no alcance el 1,70 de estatura) y de que cree en la tierra prometida del rock and roll quiere darle otra vuelta de tuerca a su carrera, llegar hasta el fondo de su corazón y hasta los pliegues de la más dolorida América. Bruce está embarazado de emociones, de sensaciones, de pérdidas, de ansias de redención, de revelaciones. Nueve meses después llegará el parto y a los doce, el 2 de junio de 1978, la presentación en sociedad y bautizo de la criatura que, de aquí a la eternidad, se llamará «Darkness on the edge of town». Para muchos fans, el disco más endemoniado de Bruce. Para cierta crítica de la época una empanada. Para cualquiera que ame el rock un monumento de la música popular.
Heridas abiertas
Como lo entiende el periodista y novelista Julio Valdeón Blanco, que ha tenido la osadía (de la que sale más que airoso) de meterle mano a este álbum de cabo a rabo a través de un libro («American madness. Bruce Springsteen y la creación de Darknes...», fantásticamente editado por Urano, con magnífico material fotográfico) situándolo en el tiempo (finales de los 70, las heridas de Vietnam aún abiertas, 29 millones de pobres) y el espacio (la América desolada y desgarrada), y trazando un mapa exacto, milimétrico, pero también apasionado, documentado pero también emotivo, cuyas coordenadas ponen a Springsteen en la latitud y la longitud de todas sus referencias: el rock and roll primigenio; la música de los 60; el soul; el country interiorizado y la pasión por Hank Williams; el cine de John Ford, de Elia Kazan, de Terrence Malick; los arquetipos duros y «conflictuados» de Mitchum y Eastwood y James Dean al este del Edén; la presencia de Woody Guthrie que ya se intuye; la enemiga intimidad con su padre Douglas, obrero, patriota y perdedor; los coches, el camino, on the road, la utopía de la fiebre del sábado noche en el asiento de atrás de un cadillac; la conquista del Oeste; Walt Whitman; las máquinas de pin-ball; la Biblia; y sobre todo y en definitiva, como escribe Monleón, un «Springsteen que vivía aislado con su gramola cerebral».
Durante el increíble embarazo, Bruce y sus chicos llegaron a grabar setenta canciones de las que sólo diez serían editadas. De alguna se llegaron a hacer hasta cincuenta versiones, otras variaban cada día. Otras nacían al volante de un Ford Galaxie, conduciendo por el desierto de Utah y escuchando a los Stones como «The promised land». Se grababa y regrababa en sesiones maratonianas, de 3 de la tarde a 5 de la mañana, y sin estimulantes, que sabido es que con el Jefe, todo a pelo, ni drogas ni espirituosos de por medio.
Gran trabajo periodístico
Julio Valdeón ha contado con la colaboración a través de entrevistas, conversaciones telefónicas y personales del propio Jon Landau, de periodistas y fotógrafos amigos de Bruce como Dave Marsh, Eric Meola y Frank Stefanko, fans, coleccionistas, para niquelar una obra que es sin duda uno de los mejores títulos que ha dado el periodismo rockero español, título al que acaba de poner el picante Ignacio Juliá (uno de los grandes springstinianos patrios) en el vibrante prólogo.
Los seguidores del Boss se cocerán en su propio jugo, flotarán en su propia salsa. Los aficionados en líneas generales se adentrará con un cicerone de excepción en una de las obras fundamentales del rock and roll. Cualquier lector será puesto sobre aviso de muchos de los motivos por los que esta música que tal vez inventó el diablo siga, cincuenta años después de Elvis, sabiendo y sonando a gloria.

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