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Albert Sánchez Piñol lo cuenta casi todo en sus «Trece tristes trances»

Que Albert Sánchez Piñol (ya con dos novelas en la mochila: «La piel fría» y «Pandora en el Congo») asegure que «la de escritor es la profesión que menos reflexiona sobre su propio trabajo» no significa ni mucho menos que se tome su oficio como un juego, aunque mucho de ello, de juego literario, haya en su nuevo libro, ya desde su «cabrerainfantiano» título, «Trece tristes trances» (Ed.Alfaguara), una colección de cuentos que «dormía en el disco duro del ordenador» y que ahora edita.

Y ha acertado, porque estos breves textos seducen, se leen de un tirón, son absolutamente distintos unos de otros y consiguen que se enciendan las lucecitas de navegación de la imaginación del lector. Alberto Sánchez Piñol no tiene ninguna duda de que el cuento «permite mayores libertades que la novela» ya que ésta, según él la entiende, ha de ser fiel a los clásicos, «con sus tres partes, planteamiento nudo y desenlace», porque, «al fin y la postre -señala-, lo experimental casi siempre suele ser, sí, un experimento... pero fallido».

El lector sensible encontrará en estas narraciones suaves ecos de Twain, de Kafka, de Borges, ya que su autor asume que en buena medida han sido escritos «al modo de», pero de una manera sutil que él domina, y que aprendió gracias a su antigua «manía» de presentarse a concursos, lo que le «obligaba» a difuminar (mejor sería decir a multiplicar) su paleta literaria para poder presentar varios títulos por galardón.

De la narración oral junto al fuego hasta Cortázar, de Sherezade a Poe, quizá sea la profesión de cuentista la segunda más antigua del mundo, aunque a Piñol, su trabajo de antropólogo entre los pigmeos le haya hecho desconfiar de esas narraciones que pasan de boca en boca, «en las que al final nunca pasa nada», y son tan sólo una coartada para que la gente se distraiga mientras viaja a ignotos paraísos más o menos artificiales. Pero estos «Trece tristes trances» sí que merecen correr de boca en boca.

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