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Catalanair

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EN el marco de la economía de mercado, todo el mundo tiene derecho -la obligación, incluso- a buscarse la vida como mejor le parezca o convenga. En este sentido, no tengo nada que objetar a la compra de Spanair por parte de una suerte de consorcio de instituciones públicas y empresas privadas catalanas. En unos meses, con la inauguración de la nueva terminal de El Prat, Barcelona tendrá un aeropuerto de primera categoría y tiene su lógica que se busque quien lo use. Y no es menos cierto que un aeropuerto con vuelos e interconexiones internacionales podría dar impulso a una economía catalana que no está precisamente lo que se dice en su mejor momento. En definitiva, la Spanair catalana es una fuente de oportunidades. Pero -cuidado-, también de riesgos.

Conviene preguntarse por qué la compañía SAS -antigua propietaria de la aerolínea- se desprende de la mayoría de Spanair asumiendo una deuda de quinientos millones de euros y las responsabilidades derivadas del trágico accidente de Barajas. Pues, porque Spanair es una empresa ruinosa y sale a cuenta librarse de ella aunque sea pagando la deuda contraída. Otra pregunta: ¿por qué el gobierno y el empresariado baleares han renunciado a la compra de una compañía que tenía la sede social y la base de operaciones en Palma de Mallorca? Pues, porque intuyen que será muy difícil reflotar Spanair. Un par de preguntas más: ¿por qué al empresariado catalán le ha costado tanto financiar la operación de compra? ¿Por qué la entidad financiera más potente de Cataluña se ha quedado fuera de la operación prometiendo, a lo sumo, un apoyo exterior todavía por definir? Pues, porque uno y otra desconfían de la rentabilidad de la línea aérea.

Llegados a este punto, no resulta difícil percibir el riesgo del que hablábamos antes: Spanair puede quebrar antes o después y pocos están dispuestos a avalar el desastre con dinero de su bolsillo. En cualquier caso, algunos empresarios -¿por convicción? ¿para congraciarse con el poder? ¿para no ser tildados de antipatriotas? ¿por la promesa de créditos oficiales a bajo interés?- sí avalan la operación. Y quienes también la avalan -con dinero público- son el Ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat.

Cuando las compañías de bandera han desaparecido, cuando los Estados -la Unión Europea lo impide para preservar la libre competencia- no invierten en líneas aéreas, cuando las grandes compañías buscan estrategias para sobrevivir, cuando en plena crisis pocos apuestan por el negocio aéreo, ¿qué sentido tiene que con dinero público se financie la compra de una compañía de dudosa rentabilidad? Aparece la política. Generalitat y Ayuntamiento de Barcelona quieren una Catalanair que defienda el interés del «país» y sirva para reclamar la gestión de El Prat. Mala cosa cuando prima el inefable interés del «país». Sospecho que, más allá del negocio, hay -ERC ya se pronunció- quien cree que a una nación no sólo le corresponde una iglesia y una selección nacionales, sino también una compañía área nacional. Mal empezamos.

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