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El inocente

EL inocente es un hombre feliz, ajeno a la incertidumbre e impermeable al pesimismo. El inocente carece de sentido de culpa y se siente por ello liberado de autocrítica. El inocente vive instalado en la inconsciencia y permanece al margen de los problemas que crea su falta de responsabilidad. El inocente enreda, pero no resuelve, y considera que los conflictos son siempre cosas de otros. El inocente es cándido, benévolo y optimista, y en su sentido adánico de la vida se cree llamado a reinventar un mundo mal hecho hasta su llegada.

El inocente no sabe ni contesta. El inocente no miente ni oculta; si acaso, eventualmente, desconoce. El inocente ignoraba, en su idílica burbuja de ingenuidad, que existía una crisis, en la que por supuesto no cabe imputarle un ápice de culpabilidad, ni en su despejado horizonte sin mácula de sospecha divisaba indicio alguno de tormenta. El inocente estaba por completo al margen de las negociaciones que algunos compañeros suyos habían entablado con los terroristas. El inocente jamás ha pretendido modificar la Constitución ni cuestionar el modelo territorial del Estado, ni ha puesto en duda nunca el concepto «discutido y discutible» -¿quién habrá dicho tal cosa?- de su propia nación. El inocente está cargado de buenas intenciones y confía de un modo ciego en su bienaventurada conciencia.

Ausente de su ser toda forma de recelo o suspicacia, el inocente siempre se encuentra en estado de esperanza. El inocente desprecia obstáculos y dificultades, guiado por una iluminada confianza en el futuro, y anda del todo convencido de que lo mejor siempre está por llegar. El inocente mantiene la calma cuando los demás se impacientan, y levita con sosiego sublime sobre las zozobras ajenas. El inocente posee un bálsamo mágico de serenidad que se refleja en la placidez de su sonrisa. El inocente tiene un sentido providencialista de la fortuna capaz de sortear las más oscuras evidencias. El inocente es inmune a la desesperación, refractario a la contrariedad y ante calamidades como el paro o rompecabezas como el dinero de las autonomías, contempla con piadoso desprecio la inquieta angustia de sus contemporáneos, hombres de poca fe acostumbrados a creer en la antigua superchería de los malos augurios. El inocente no concede tregua al desánimo, ni a la resignación, ni a la tristeza.

El inocente vive en el mejor de los mundos, y construye desde su infinito entusiasmo una utopía de ilusionado regeneracionismo. El inocente camina sobre las aguas revueltas sin concesión a la chapuza, la duda o el fracaso. El inocente lleva sobre sus hombros el manto benéfico e incontaminado de una misión histórica, y blasona de hallar soluciones aunque jamás admita los problemas. El inocente no rectifica porque no se equivoca, y no se equivoca porque el error sólo contagia a los vulnerables al desaliento. El inocente es un hombre limpio de espíritu que cree en la hermandad de las civilizaciones y la paz perpetua, y cuya alta generosidad moral se eleva sobre la mezquindad de una sociedad empantanada.

Y sin embargo, con toda su inocencia, el inocente tiene el país hecho unos zorros, desvertebrado y en quiebra. Coño con el inocente.

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