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La ruta de San Martín, el hijo de españoles que cambió el destino de América

Por Lucía R. de Lillo. Fotografías de Joel Richards y Maxi Didari.
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Dicen que hay un antes y después de cruzar los Andes, que cambia la vida de quienes lo hacen. Y es cierto. Quizás porque quien se adentra en ellos se vuelve consciente de su propia insignificancia frente a un paisaje abrumador. O por lo que uno descubre de sí mismo en los momentos difíciles, en las horas de soledad. O por las personas con quienes se viaja, con quienes se establece un vínculo especial, la complicidad de saber, de comprender vivencias inexplicables. Quizás es por todo eso y por mucho más.

Hace 200 años, el general José de San Martín, nacido en Argentina, criado y formado militarmente en la Península, recorrió los caminos por los que años después se han adentrado cientos de personas siguiendo sus huellas. En 1817, San Martín dirigió un contingente de unos 5.000 hombres a través de la cordillera para liberar Chile del dominio español. «Lo que no me deja dormir es, no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes», escribía meses antes de partir. Una inquietud compartida por los expedicionarios que, cada febrero desde 2005, emprenden esta travesía de aproximadamente 80 kilómetros.

¿Y respecto al caballo? El consejo es unánime: fiarse de él. Casi todos los animales son veteranos y saben por dónde tienen que ir

El Gobierno de la provincia de San Juan, en Argentina, organiza este recorrido a lomos de mulas y caballos para conmemorar aquella gesta militar: una marcha de 20 días, por caminos estrechos y peligrosos, en la que el ejército de los Andes soportó bajas temperaturas, escasez de agua y de pastos para los animales, mal de altura… Todo antes de enfrentarse a un enemigo superior en número. Consciente de esto, San Martín mandó a sus tropas por seis rutas: Los Patos, Uspallata, Ramada, Come-Caballos, Portillo y Planchón.

Este año del bicentenario, el grupo de 220 expedicionarios que viaja por Los Patos, la ruta que siguió San Martín, lo componen 150 civiles escoltados por 70 militares (35 argentinos y 35 chilenos) y 47 gendarmes.

Toda la parte civil de la expedición se reúne en las Cabañas Al Pie del Cerro para comer. (Foto: L.R.L.)
Las parrillas trabajan a pleno rendimiento para alimentar a tantos expedicionarios. (Foto: L.R.L.)
El equipo que entrega la organización: alforjas, bolsón y chaqueta impermeable. (Foto: L.R.L.)
El equipaje se agrupa en el vestíbulo del hotel antes de meterlo en las camionetas. (Foto: L.R.L.)
La víspera del Cruce se pernocta en el cuartel del Escuadrón 26 de la Gendarmería. (Foto: L.R.L.)

Los preparativos

Aunque aún faltan varios días para empezar la travesía, el viaje comienza en la ciudad de San Juan. Allí, veteranos como Gilda Muñoz apaciguan las numerosas inquietudes de los novatos con todo tipo de consejos: echarse harina en las piernas para evitar las rozaduras; guardar la ropa en bolsas de plástico y todas ellas en una de basura grande, para evitar que se mojen las prendas si el petate se cae de la mula de carga; vestirse con capas, como una cebolla, porque en los Andes se pasa del calor al frío en poco tiempo; llevar siempre comida y agua en las alforjas… ¿Y respecto al caballo? La respuesta es unánime: fiarse de él. Casi todos los animales son veteranos y saben el camino.

La emoción aumenta el día en el que se reparte el equipo a los civiles, un grupo heterogéneo que congrega a 69 periodistas de 24 medios de comunicación, cuatro de ellos extranjeros (la televisión china CCTV, la Televisión Nacional Uruguaya, ABC y La Vanguardia); autoridades, como el gobernador sanjuanino, Sergio Uñac; el vicegobernador, Marcelo Jorge Lima; el alcalde de la ciudad de San Juan, Franco Aranda

Los nervios asoman durante el viaje de tres horas y media en camioneta que lleva hasta el acuartelamiento del Escuadrón 26 de la Gendarmería, en Barreal, punto de encuentro de todo el contingente. Es la última noche en la «civilización» y con buena cobertura de teléfono. Resulta casi imposible conciliar el sueño. La mañana en el acuartelamiento es un ir y venir de gente ansiosa por empezar el camino. Pero aún quedan casi dos horas más por pistas para llegar a Manantiales, donde, por fin, los jinetes conocen a sus guías y sus monturas de las próximas jornadas.

Ceremonia en el acuartelamiento del Escuadrón 26 de la Gendarmería, antes de partir. (Foto: L.R.L.)
La comitiva de camionetas que traslada a los expedicionarios, camino de Manantiales. (Foto: L.R.L.)
Busto del general José de San Martín, en la ruta a Manantiales. (Foto: Maxi Didari)
Durante la primera jornada, los jinetes atraviesan paisajes variados. (Foto: Joel Richards)
Las cuatro horas entre Manantianles y Las Frías sirven de adaptación a la montura. (Foto: Maxi Didari)
La ruta es corta, pero se complica a ratos. Una muestra de lo que vendrá. (Foto: Joel Richards)
Campamento de Tincheras de Soler, también conocido como Las Frías (Foto: L.R.L.)
Las monturas de los expedicionarios: el recado (silla) con sus pellones. (Foto: Maxi Didari)

Día 1: Los Manantiales - Trincheras de Soler (Las Frías)

El primer contacto de algunos novatos con su caballo es temeroso. «La Niña», una de las yeguas de la cuadrilla de Ángel Raúl Antonio, suboficial principal de la Gendarmería, come gustosa la manzana que le ofrezco para hacer buenas migas. Pero después no se mueve hasta que tira de ella Juan Gabriel Cortés, Tagua, uno de los baqueanos, y la guía hasta el camino. Ariel Mendieta, ante la inexperiencia de la aspirante a amazona, le recomienda que coja las riendas con una sola mano. «¿¡Con una mano!?». Son minutos de tensión, dudas, inseguridades, de verse a merced de un animal sobre el que no se tiene sensación de control. Por delante hay seis días de travesía, que pueden hacerse muy largos y penosos si se viaja con miedo, así que la única solución posible es relajarse y confiar. «Ella sabe lo que hace, conoce el camino». Y disfrutar.

El Cruce es mental. Son muchas horas encima de un caballo en la soledad e inmensidad de la montaña

Después de cuatro horas y media de subidas y bajadas pronunciadas, vadeo de arroyos, lluvia y viento, la primera jornada acaba en el campamento de Trincheras de Soler (a 2.500 metros de altura, aproximadamente), conocido también como Las Frías por las bajas temperaturas (este año se alcanzan -10ºC). El grupo se abriga con tres o cuatro capas de ropa y, gracias a la Gendarmería, los expedicionarios comen y beben caliente. Los móviles están apagados y la conversación fluye en las mesas, en la cola de la comida, lavando los platos… Los primerizos comparten sus primeras sensaciones, los veteranos les hablan de lo que está por venir. La convivencia es muy estrecha, en todos los sentidos. En las tiendas de campaña más pequeñas apenas caben sus ocupantes. Las grandes son una sucesión de sacos, botas y alforjas, con poco espacio libre para el movimiento. La noche se alarga en torno a los fogones, compartiendo bebidas, anécdotas y risas bajo un cielo cautivador e inabarcable que regala infinidad de constelaciones, que invita a soñar y a pedir deseos con forma de estrellas fugaces.

«El Cruce es mental», explica Luis Fernando Márquez, Pancho*, director de prensa del Gobierno de San Juan, expedicionario desde la primera edición y alma del viaje. Son muchas horas encima de un caballo en la soledad e inmensidad de la montaña. Soledad, sí, a pesar de ir en un grupo tan grande. Se marcha en fila india por caminos angostos, en silencio. Hay demasiado tiempo para pensar. Por eso los fogones son tan importantes. Consiguen que desaparezcan las malas sensaciones del día y los temores por lo que vendrá. En la segunda jornada, esos temores tienen un nombre: el Espinacito.

La marcha se hace en fila india debido a la estrechez del camino. (Foto: Joel Richards)
Los animales se paran cada poco durante el ascenso hasta los 4.700 metros. (Foto: Joel Richards)
La roca del Espinacito, con el Aconcagua al fondo. (Foto: L.R.L.)
Vista del cerro Mercedario desde el portezuelo del Espinacito. (Foto: L.R.L.)
La travesía regala un paisaje inmenso, abrumador. (Foto: Joel Richards)
Los animales recuperan energías después de la ascensión al Espinacito. (Foto: L.R.L.)
Campamento en el refugio «Ingeniero Sardina». (Foto: L.R.L.)
La música ameniza las noches en el refugio. (Foto: Maxi Didari) El grupo Los Tulum (Pancho Godoy y Cacho Paez) ameniza la velada acompañado por, de izquierda a derecha, el diputado de la provincia de San Juan Pablo García Nieto; Raúl Menegazo; la actriz y presentadora Ernestina País; el gobernador de la provincia de San Juan, Sergio Uñac; y el vicegobernador, Marcelo Jorge Lima. (Foto: Maxi Didari)

Día 2: Trincheras de Soler (Las Frías) - refugio «Ingeniero Sardina»

La comitiva abandona Las Frías bien abrigada, al paso, con la mente puesta en los 4.700 metros de altura que se alcanzarán. Atraviesa un paisaje desértico, de montañas bañadas en ocre, inabarcable. «Cruzar los Andes es sentirse libre y a la vez insignificante», comenta Horacio Insua, Uru.

El tiempo es subjetivo, pasa despacio, con intensidad, sin noción de las horas. Una breve parada para ajustar las cinchas de los animales marca la llegada a uno de los hitos del Cruce. La subida al portezuelo del Espinacito dibuja una línea zigzagueante por la ladera. Los animales sufren, se paran cada poco, sus costados se ensanchan visiblemente, intentan respirar, acumular el oxígeno escaso. Un último giro, un repecho más empinado que el resto y, de la nada, surge la roca del Espinacito y, al fondo, majestuoso, el Aconcagua. A la espalda, el cerro Mercedario. La escena quita el aliento. En medio de tanto ajetreo de caballos y jinetes, de fotos propias y ajenas, aparece inesperada una sensación muy parecida a la felicidad.

Cruzar los Andes es sentirse libre y a la vez insignificante
Horacio Insua, Uru

Después de la alegría de la «cumbre», llega el primer momento complicado para los inexpertos. Vienen a la cabeza las palabras tan repetidas por los veteranos: «Fíate del animal. Él sabe por dónde tiene que ir». Mientras que al subir el cuerpo se mueve hacia delante para equilibrar el centro de gravedad, en la bajada se inclina hacia atrás. Y tanto lo hace, que casi parece que se desciende tumbado. Una sucesión de revueltas a derecha e izquierda, algunas muy cerradas, marcan el peor tramo, que parece más largo de lo que es. O quizás es tan largo como parece. Las riendas se agarran con firmeza, pero con la soltura suficiente para que, en mi caso, «La Niña» pueda moverse como necesite. Los animales van muy pegados unos a otros, algo bueno y malo al tiempo: si el de delante o el de detrás tiene algún problema…

El nerviosismo de los caballos anuncia el fin de la bajada. Ya huelen el agua y la hierba del lugar donde se almuerza. La parada permite un breve momento de celebración íntima, de euforia contenida por el pequeño triunfo sobre el miedo a ese descenso. Resuena en la cabeza la frase de que hay un antes y un después del Cruce.

Los animales sufren, se paran cada dos pasos, sus costados se ensanchan visiblemente, intentando respirar, acumular el oxígeno escaso

Después de la pausa y de unas horas de marcha, el camino angosto se transforma inesperadamente en un valle inmenso y verde, atravesado por un río, en el que se vislumbra al fondo el refugio «Ingeniero Sardina», a 2.840 metros de altura. Este tramo pone a prueba la resistencia de los expedicionarios. Se ve el campamento, pero parece que no llega nunca. Los caballos saben que allí les espera comida y bebida abundantes y abandonan el paso para trotar. Pero el refugio sigue lejos media hora más tarde. Y una hora más tarde. Hasta que empieza a hacerse más grande.

Dos días de travesía son suficientes para que los expedicionarios, pensando en sus vivencias, se asombren ante la magnitud de la hazaña de San Martín y sus soldados. «Sólo cuando uno llega ahí entiende la dimensión de lo que afrontó ese ejército, de lo que hicieron para liberar a un pueblo que estaba oprimido», comenta Ariel. Especialmente si se tiene en cuenta que los 52 animales de carga, los 230 animales silleros y los 37 arrieros que viajan en el Cruce de este año son una nimiedad comparados con la logística que empleó el general, que atravesó la cordillera con más de 9.200 mulas, 1.500 caballos y 16 piezas de artillería, municiones, ropa...

La llegada al campamento supone una alegría doble para la «tropa»: culminar con éxito un día largo y apasionante y la promesa de una ducha caliente. Las colas que se forman son una buena muestra de la necesidad de pasar por debajo del agua. Algunos valientes, como Matías Musa, optan por una solución más rápida aunque fría: el río. Sin embargo, nada permite a los expedicionarios librarse del polvo, de su tacto. A pesar del baño, seguirá ahí, en la ropa, en las gafas, en las gorras, en las cámaras…, hasta llegar a San Juan.

Las noches en Sardina son una fiesta. Después de la cena, Martín Guevara hace de maestro de ceremonias en la actuación del grupo Los Tulum y el payador José Rivero. Homenajean con sus tonadas y sus versos improvisados a las provincias y países representados en el viaje. La emoción aumenta cuando suenan «San Juan por mi sangre» y «Las dos puntas», cantadas con ganas por el público. Los españoles se sienten como en casa cuando suena un fragmento del «Concierto de Aranjuez». La charla se alarga en los fogones. La jornada siguiente es de descanso y no hay horario para levantarse, algo que todos agradecen.

Los caballos reponen fuerzas en los alrededores del refugio. (Foto: L.R.L.)
El coronel Daniel Alberto Porres explica cómo fue el Cruce planeado por San Martín. (Foto: L.R.L.)
Los gendarmes obsequian a los aventureros con un gran asado. (Foto: L.R.L.)
Matías Musa y Gilda Muñoz, en primer plano, disfrutando de la comida. (Foto: L.R.L.)
Matías Burgos y Pancho Márquez, considerado por todos el alma del Cruce. (Foto: L.R.L.)
Los baqueanos y arrieros son uno de los pilares del viaje. (Foto: L.R.L.)
Miembros de la cuadrilla de Ángel Raúl Antonio, suboficial principal de la Gendarmería. (Foto: L.R.L.)
Asado de punta espalda, corte típico de la provincia de San Juan. (Foto: L.R.L.)

Día 3: descanso en el refugio «Ingeniero Sardina»

El día de asueto es un disfrute constante. Los gendarmes deleitan al grupo con un gran asado, recibido con júbilo por los comensales. La carne, el chorizo y la morcilla desaparecen en un suspiro, regados con vino tinto. La tarde se presta a las conversaciones pausadas, a la lectura, a recopilar vivencias y a descubrir aspectos del Cruce a los que aún no se había prestado mucha atención.

Los baqueanos y arrieros son una de las partes menos visibles y más importantes del viaje. Ellos cuidan de los animales y de los expedicionarios: colocan las monturas y las alforjas; vigilan que las cinchas estén siempre bien ceñidas antes de afrontar una subida y una bajada, aconsejan sobre el manejo del caballo… Tienen la piel curtida por el sol y sus manos encallecidas delatan la dureza de su trabajo. Pero no pierden su carácter afable ni su generosidad y comparten su preciada punta espalda (corte de asado típico de la provincia de San Juan), su vino tinto y sus historias con quien se acerca a charlar con ellos.

Los baqueanos y arrieros son una de las partes menos visibles y más importantes del viaje. Igual que los tres médicos que acompañan al grupo

Hijo, nieto, bisnieto de baqueanos, Tagua, de 50 años, se dedica a esto desde los 16, fiel a la tradición familiar. «Llevo desde los 20 trayendo turistas, he hecho unos 200 cruces ya (tres con el Gobierno de San Juan y los demás, privados), pero cada vez que vengo me trae emociones grandísimas», comenta. Este año, además, tiene un significado especial. «El bicentenario es una alegría terrible para mí, un orgullo. Uno de mis antepasados vino con San Martín a hacer el Cruce», explica.

La experiencia y la vida del campo curten. Mientras los expedicionarios se abrigan con toda la ropa que tienen para pernoctar en Las Frías o subir al Espinacito, Tagua no sabe qué es el frío: «Yo duermo siempre al aire libre, con dos o tres mantas. Es más, sólo me tapo de la mitad del cuerpo para arriba. Me entorpece más el calor, me agobia».

La otra presencia casi invisible mientras todo va bien es la de los tres médicos que acompañan al grupo. Sonia Sánchez y Matías Espejo, con su mula-ambulancia, viajan con el grueso de los expedicionarios, atentos a cualquier percance. Sebastián Carbajal, en cambio, cierra la marcha, acompañado por Eduardo Suñé, uno de los veteranos, para ocuparse de los rezagados. La travesía suele ser tranquila, pero los animales a veces se asustan y tiran a los jinetes. Para algunos, como Francisco Lahti, Maximiliano Acosta y Darío Aballay, las contusiones provocadas por las caídas, aunque no son graves, suponen el fin de la aventura. Tienen más suerte Hernán Nersesian y Uru, aunque éste continúa con dolores constantes. Es un Cruce más accidentado que otros, ya que el helicóptero también evacúa de Sardina a la propia Sonia, con molestias en la columna, y a Fabricio Rodríguez, con mal de altura.

La comitiva parte del refugio al encuentro de su contraparte chilena. (Foto: Maxi Didari)
Numerosas banderas argentinas acompañan la travesía. (Foto: Maxi Didari)
Aproximadamente cuatro horas de marcha separan el refugio del límite con Chile. (Foto: Joel Richards)
Última parada antes de llegar a la frontera. (Foto: Maxi Didari)
La emoción de desborda en el encuentro con los chilenos. (Foto: Maxi Didari)
Bustos de San Martín y del chileno Bernardo O'Higgins. (Foto: Joel Richards)
Autoridades de ambos países presiden el acto en el límite, en el que suenan los dos himnos. (Foto: L.R.L.)
Los militares de ambos países continúan la marcha hasta Chacabuco, en Chile. (Foto: L.R.L.)

Día 4: refugio «Ingeniero Sardina» - Paso Valle Hermoso - refugio «Ingeniero Sardina»

El cuarto día de viaje es el más esperado. Supone llegar a la frontera con Chile y culminar el Cruce de los Andes como tal. Las demás jornadas ya son de regreso. La comitiva avanza solemne, con los ministros de Interior, Rogelio Frigerio, y de Seguridad, Patricia Bullrich, del Gobierno de Mauricio Macri acompañando a las autoridades sanjuaninas. Hacia las doce de la mañana, después de cuatro horas de travesía silenciosa, como es habitual, se vislumbra el paso Valle Hermoso, que marca el límite del país. Allí espera ya el contingente chileno. Unos metros antes, la comitiva argentina se reagrupa y retoma el camino al son de la Marcha de San Lorenzo, con las emociones a flor de piel.

Abrazarse con los hermanos chilenos es una reafirmación de que la cordillera no nos separa, nos une
Ariel Mendieta

En la frontera, todo son felicitaciones y sonrisas. «Abrazarse con los hermanos chilenos es una reafirmación de que la cordillera no nos separa, nos une. Somos dos pueblos hermanos de esta gran América», comenta Ariel. Un monumento con los bustos de San Martín y el chileno Bernardo O'Higgins, que viajaba con el general por el paso de Los Patos, preside el acto oficial del Cruce, en el que hablan los representantes políticos de ambos países. Las lágrimas brotan cuando suenan los himnos nacionales. Son momentos muy intensos, como explica Uru: «Llegar al límite es retroceder en el tiempo, dejarse embargar por la emoción, fundirse en un abrazo apretado con la sensación de la misión cumplida. La historia se convierte en presente y entendemos todo en un segundo. La frase que resurge es el ‘seamos libres, lo demás no importa nada’ de San Martín y, al mismo tiempo, sobreviene la necesidad de dar gracias a la vida por estar ahí en ese momento».

Llegar al límite es retroceder en el tiempo, dejarse embargar por la emoción, fundirse en un abrazo apretado con la sensación de la misión cumplida
Horacio Insua, Uru

El regreso al campamento se hace largo después de los momentos vividos y algunos animales, como «La Niña», llenos de energía después de la jornada de descanso, se empeñan en hacerlo también emocionante enseñando a sus jinetes a trotar. El cansancio se refleja en las caras llenas de polvo que van llegando al refugio. Un poco de líquido para hidratarse, algo de comida para reponer energía, colas en las duchas, una cena reconstituyente y una sobremesa animada con la inquietante bajada de la Honda, el reto del día siguiente, como tema de principal. «¿Qué es mejor? ¿Hacerla a caballo o a pie?». Hay opiniones diversas. Tagua sugiere a los inexpertos que vayan a pie. Carlos Díez, que hace el Cruce con sus tres hijos y su cuñado, es rotundo: «Éste es mi hijo pequeño, de 15 años, y yo le confío su vida al caballo». Las dudas se mitigan en el último fogón de «Sardina», el mejor remedio para todos los males. Se comparte charla, bebida y algo de comida. El cielo andino esa noche sólo regala algunas estrellas fugaces a los observadores persistentes.

Penúltima jornada del Cruce, con la temida bajada de la Honda. (Foto: Maxi Didari)
La marcha se realiza en fila de a uno y en silencio, como es habitual. (Foto: Maxi Didari)
De nuevo en el campamento de Las Frías, última noche en los Andes. (Foto: L.R.L.)
D. Ciallella, P. Márquez, M. Ortiz, G. Pariente, E. Suñé y F. Ortiz, «núcleo duro» del Cruce. (Foto: M.D.)
El último fogón del Cruce se alarga hasta bien entrada la noche. (Foto: L.R.L.)

Día 5: refugio «Ingeniero Sardina» - Trincheras de Soler (Las Frías)

La mañana de la penúltima jornada comienza, como todas, con el desayuno y el izado de la bandera argentina, que se arría cada tarde. Varias personas de la comitiva son elegidas para esta pequeña ceremonia, que se vive con intensidad. Cuando finaliza, los jinetes se acomodan en sus monturas y comienza la marcha. La fila avanza al paso por el valle, deja atrás el verdor del refugio «Sardina» y flota cierta sensación de nostalgia temprana, de adiós temporal o definitivo.

Las mejillas se encienden ligeramente por el sol. Hace calor. La cabeza pospone la decisión sobre la bajada hasta que haya que afrontarla. El objetivo es disfrutar la travesía, como en cada jornada, dejarse atrapar por la inmensidad de la montaña y sus tonos marrones, salpicados tímidamente por el verde de los arbustos; asombrarse en cada giro, empaparse de todo.

Una mirada furtiva al entorno desvela un paisaje plagado de cimas que quita el aliento, con una composición que parece irreal, un cuadro

El almuerzo marca el comienzo del momento más complicado. Después de reponer fuerzas, comienza un ascenso lento, muy lento, por un camino angosto hasta el portezuelo de la Honda, a 4.500 metros. La sensación de frío aumenta por el viento. En medio de la ladera, una mirada furtiva al entorno desvela un paisaje plagado de cimas que quitan el aliento, con una composición que parece irreal, un cuadro, en vez de la cordillera de los Andes. Los animales sufren por la falta de oxígeno. De nuevo, esas respiraciones que ensanchan su cuerpo. Alguno se desfonda, como el de Uru. Al llegar al portezuelo, Sebastián, siempre pendiente de todos, le cede su montura diciendo: «Hoy es un lindo día para correr, la montaña es mi casa, nos vemos en la Honda». Antes de bajar veloz una ladera, subir la siguiente y ubicarse en el lugar más complicado de la travesía para ayudar si hay problemas, aún tiene tiempo de ajustar las cinchas de los caballos que lo requieren y aconsejar a la principiante indecisa sobre cómo hacer el descenso: «A caballo. Monta con confianza y fíate del animal». Y así, sin más, la decisión está tomada.

Nada más volver al plano horizontal, llega la descarga de adrenalina, la risa floja, el abrazo cómplice de quienes saben que viven algo difícil de expresar con palabras

La primera bajada no tiene especial dificultad. Pero todo cambia al llegar al alto de la Ventana. A partir de ahí, el descenso se hace por una senda empinada, con laja suelta, expuesta. Mejor no mirar los cortados que la limitan. Se produce una combinación extraña de concentración absoluta y relajación para permitir que los animales bajen a su ritmo, tranquilos, sin transmitirles tensión. Uru y su caballo guían a «La Niña» y me inspiran confianza. Un giro, otro giro, otro más... la cabeza en blanco; el cuerpo, al compás de la yegua. El camino se complica más hacia el final, donde Sebastián da ánimos. Ya queda menos…. Nada más volver al plano horizontal, llega la descarga de adrenalina, la risa floja, cierta sensación de incredulidad al ver por dónde se ha pasado, el abrazo de quienes saben que viven algo difícil de expresar con palabras. Una celebración que continúa en el campamento de Las Frías. «No sé por qué las felicitaciones son en la frontera. ¡Deberían ser aquí!», se escucha.

Es la última noche de Cruce y la despedida está a la altura de la «hazaña»: cuatro chivitos a la parrilla, queso y embutido a la brasa, vino para regar la comida y bebidas espirituosas para acompañar una noche larga y fría. La sobremesa, ya de madrugada, transcurre alrededor del fuego. Se escuchan anécdotas, bromas, chistes buenos y muy malos que provocan risas por igual. También hay silencios, conversaciones a media voz, confidencias. Cuesta irse a dormir.

El regreso a Manantiales es agridulce. (Foto: Maxi Didari)
En Manantiales los expedicionarios de despiden de sus monturas. (Foto: Maxi Didari)
Dari Ciallella y Horacio Insua, una vez finalizado el Cruce. (Foto: L.R.L.)

Día 6: Trincheras de Soler (Las Frías) - Manantiales - San Juan

La corneta toca a diana. Los expedicionarios se desperezan en sus sacos. Abrir los ojos es encontrarse por última vez con una tienda repleta de gente. Una sucesión de cabezas se adivinan en los sacos, que marcan alineados el contorno de la carpa. El espacio del centro lo ocupan dos filas más de aventureros: los pies de uno se notan en la cabeza; los propios pies en la del siguiente; las piernas de un tercero, en un costado; el saco de un cuarto, en el otro…

Por delante quedan los últimos kilómetros de marcha, los que devolverán al grupo a Manantiales, el punto de partida. Son cuatro horas y media con su emoción de subidas y bajadas, de pasos estrechos. Tanto, que alguno se pregunta: «¿De verdad pasé por aquí el primer día, sin saber nada?». Pero, sobre todo, son cuatro horas y media de despedida interna, en las que se empieza a asimilar otra travesía, otro cruce más íntimo, que en muchos marca un punto de inflexión. Cerca del final, la expedición se reagrupa. Las autoridades se ponen al frente, escoltadas por las banderas que han acompañado a los aventureros durante el trayecto. Se abandona la fila india. Los jinetes entonan la Marcha de San Lorenzo por última vez. Alguna garganta se cierra. Los ojos se encharcan. «¿Ya se acaba? Demasiado pronto...».

En Manantiales, un asado recibe a los expedicionarios, que lo degustan con apetito. Los animales vuelven a sus cuadrillas definitivamente. Los compañeros de viaje se felicitan con abrazos llenos de emoción y sin hablar de despedida. De vuelta en San Juan, después de una buena ducha y una noche de descanso, llega el balance del viaje y sus dificultades. Ernestina Pais hace una encuesta entre los aventureros: «¿Qué te pareció más difícil: el Espinacito o la Honda?». Gana la última por mayoría abrumadora. En conversaciones más reposadas, surge la gran pregunta: «¿Volverías a hacerlo?». «No», responden con rotundidad algunos, a pesar de los buenos momentos y de la experiencia única. Otros, como Joel Richards, prefieren esperar unos meses antes de contestar. El paso del tiempo tiene un efecto curioso en muchos, como bien sabe Pancho. Según se acerque el siguiente Cruce volverán los recuerdos y también las ganas de aventura de este grupo de indecisos momentáneos. Pero también hay quien, ante ese «¿repetirías?», esboza una sonrisa tan amplia que casi no le cabe en el rostro. «Mañana mismo», respondo.

*El Cruce del Bicentenario siempre ocupará un lugar especial en el corazón de los expedicionarios. Fue el último de Pancho Márquez, que falleció tres meses después de realizarlo.