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artes&LETRAS

El Greco recobrado y difundido en el siglo XX (III)

Tercera entrega del estudio sobre el gran pintor y su influencia en el siglo pasado

El Greco recobrado y difundido en el siglo XX (III) greco 2014

antonio illán ilán / oscar gonzález palencia

Hemos visto en el artículo dedicado a la visión de El Greco en el siglo XIX cómo Alemania mostró menos interés en el candiota del que le habían tributado ingleses y franceses. En realidad, sólo la mirada aquilina de Carl Justi había mostrado algo del talento de nuestro pintor en su Velázquez y su siglo, de 1888. Vencida la centuria, publicó unos artículos en que recogía datos hasta entonces desconocidos de la obra del Cretense, lo que pone de manifiesto un interés prolongado por nuestro pintor, que ya, en esa hora, no era exclusivo de Justi; Richard Muther, en su Historia de la pintura (1899), alababa el ímpetu con que El Greco había afirmado su propia originalidad estilística, en contra de un canon naturalista que aún sería secundado servilmente durante siglos. Max von Boehn ahondó en esta idea en 1905, por medio de una serie de artículos donde subrayó enfáticamente el individualismo de El Greco. Pese a ello, la visión preponderante, la que despertaba más adeptos, era aún la de Justi, que hacía del maestro de Creta un eslabón temporal y expresivo que conducía a Velázquez; a tal teoría se sumó Ludwig Zottmann, que defendió el carácter innovador de la luz de las pinturas de El Greco…, si bien en un estado naciente, a la espera de ser perfeccionada por Velázquez.

Es en esta atmósfera de paulatina curiosidad por el pintor en la que Julius Meier-Graefe realiza su viaje a España, en 1908. La motivación para la partida, en origen, es Velázquez, cuyo talento se estima el gozne que abre la puerta del arte moderno. Curiosamente, el genio sevillano despertó en Meier-Gaefe una terrible decepción, lo que le alejó del Prado para dedicar el grueso de su tiempo en España a la visita de colecciones privadas. En ellas, se topó con El Greco , que le llenó de estupor, lo que le hizo regresar al museo del Prado para apreciar, realmente, la relación entre El Greco y Velázquez, experiencia tras la cual la opinión del crítico alemán varió sustancialmente: en realidad, Velázquez no perfeccionó los hallazgos expresivos de El Greco, sino que difundió los usos de un verdadero genio sumido en un largo ostracismo de desatención; mientras Velázquez poseía, simplemente, una pericia naturalista para la reproducción de la realidad, El Greco recreaba la realidad en sus pinturas. Tuvo oportunidad, con todo ello, de constatar, in situ, la afirmación formulada, por él mismo, un año antes de su viaje a nuestro país: había una similitud muy marcada entre Cézanne y El Greco, con lo que el maestro de Toledo debió de ser un visionario que se adelantó tres siglos a su tiempo. Agregó a nuestro pintor a un restringido canon representado, únicamente, por Miguel Ángel, Rubens, Rembrandt. Hasta tal punto extremaría los juicios sobre el Cretense que lo situó como el más importante creador de la historia en la concepción de un nuevo código, genial, personalísimo, que lo ponían, en términos de modernidad, por delante, incluso, de Cézanne y de Renoir. Meier-Graefe –que volvería a ratificarse en su juicio en Historia evolutiva del arte moderno, editado entre 1914 y 1924- había sido, más aún que Cossío y Barrès, el descubridor de El Greco como el gran artífice del arte de finales del siglo XIX en adelante, lo que equivalía a erigirlo en gran caudillo de una de las más importantes revoluciones artísticas de la historia. Otro visionario, en este caso de la palabra –como vimos en su momento-, Rainer Maria Rilke, se encargaría de profundizar en esta idea en el ámbito de la lengua alemana.

Es cierto que, en Alemania, algunas voces se alzaron en contra de la mirada alucinada que Meier-Graefe proyectó sobre El Greco, pero las discrepancias fueron, sobre todo, acerca de la metodología de análisis, y no acerca de la relevancia del pintor en la historia del arte. Fue el caso de August Mayer, que, en 1911, dio la réplica al Viaje de España de Meier-Graefe, ubicando a El Greco como un producto de su tiempo, nacido de las sucesivas influencias que fue asumiendo hasta dar con su propio estilo personal, y no como un genio aislado en modo alguno deudor de referencias históricas, como pretendía Meier-Graefe. En 1913, editó una Historia de la pintura española en la que defendía a El Greco como el último capítulo de la escuela veneciana, y no el primero de un nuevo arte. No obstante, parecía demasiado tarde para retrotraer a El Greco a su etapa de Venecia y restringirlo a ese capítulo de su vida; de hecho, dos años antes del texto de Mayer, el espíritu iconoclasta, rabiosamente innovador, de los «Jóvenes Salvajes» de «El Jinete Azul», haría que firmaran un texto, En lucha por el arte, donde El Greco es saludado como mentor de una nueva idea de la creación, como ya dijimos cuando escribimos sobre la impronta de nuestro pintor en las vanguardias artísticas del siglo XX. Añadimos a lo dicho entonces una breve nota sobre un teórico que vivió y asumió el espíritu de las vanguardias, el holandés Adriaan Korteweg, que escribiría una obra titulada Color, luz, fuego, donde cada uno de estos elementos identificarían, respectivamente, una etapa de la historia de la pintura (hasta 1500, de 1500 a 1900, y de 1900 en adelante); el fuego, pues, era el componente identificativo de un arte moderno cuyos exponentes más señalados serían El Greco, Rembrandt y Van Gogh. Al ensayo de Korteweg, concebido a partir de 1913, se sumó, en 1914, otro de Hugo Kehrer, donde la última etapa pictórica de El Greco es abiertamente catalogada como expresionista.

Todas estas adscripciones, algo desmesuradas y afectadas por la ucronía, comenzaron a ajustarse tras la reubicación que Max Dvorak hizo de nuestro artista en El Greco y el Manierismo (1920). Para Dvorak El Greco es representante de un periodo intermedio, con rasgos propios, entre el Renacimiento y el Barroco, lo que explicaba, desde nociones historicistas, contrarias a Meier-Graefe, la originalidad del artista.

Otras voces, otros ecos

Entretanto, en España, se emitían otras opiniones y se hacían nuevas aportaciones al conocimiento de la vida del Cretense, como las del toledano Francisco de Borja de San Román en su tesis doctoral, titulada El Greco en Toledo o nuevas investigaciones acerca de la vida y obras de Dominico Theotocópuli, publicada en 1910. Vicente Blasco Ibáñez, un año antes, hacía pública su adhesión a la tesis espiritualista como rasgo característico de El Greco en una conferencia sobre pintura española pronunciada en Buenos Aires, donde hizo depender a Joaquín Sorolla de la tradición a la que, por ese mismo rasgo característico, pertenecerían, Velázquez, Goya y el propio Greco . La reacción de Ramiro de Maeztu, por las mismas fechas, consistió en el trazo de una frontera entre una escuela levantina, a la que pertenecería Sorolla, Blasco Ibáñez o ¡Azorín!, pretendidos cultivadores de un arte enormemente preciso en la reproducción de lo externo, y otra escuela vasca, en la que el propio Maeztu se incluía a sí mismo, junto con Zuloaga, herederos de un arte cuyo objetivo era trascender lo sensitivo para reflejar la vida interior de los hombres y de los pueblos. Al debate de la divisoria noventayochista –Unamuno se decantó a favor de Zuloaga, que parecía ser el objeto último de la discordia, con su visión oscura de España-, se sumó el más importante pensador de la generación posterior, José Ortega y Gasset, y lo hizo en defensa de los postulados de Meier-Graefe, puesto que caracterizó a El Greco, en paralelo con Cézanne, como un artista que había creado un cierto inmanentismo pictórico, un universo personal que no pretendía la mímesis naturalista de la realidad, sino que creaba una realidad propia, autorreferenciada.

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