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El hombre que tiene un pueblo para él solo

Al final de una carretera estrecha de un valle nevado y despoblado de Soria, hay alguien que se atreve a desafiar a las convenciones y al abandono rural

El pueblo de Félix tiene diez casas, cuatro y la iglesia están derruidas E. DELGADO SANZ
Enrique Delgado Sanz

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—¿En qué piensa?

—En que anochezca, para que luego amanezca y volver a salir a la calle.

—¿Y en los políticos?

—Eso es en lo último en lo que pensaría.

Félix del Prado es como un fantasma. No es fácil dar con él. Vive en el pueblo más escondido de una de las zonas más despobladas de Soria, provincia castellana que está considerada un desierto poblacional. Toño Arroyo, el arcipreste de Tierras Altas -como se llama la comarca donde vive Félix-, marca el camino: «Si subes el puerto de Oncala y te metes por la carretera del valle del río Cidacos hay pueblos con muy poquita gente». Allí, pese a que ya hace varias semanas de la nevada, todo es blanco menos la carretera marrón, por la que apenas pueden pasar dos coches a la vez. No es un gran problema porque, realmente, casi no pasan coches. «Por ahí están Los Campos, Vizmanos, Valloria, donde viven dos hermanos que son ganaderos, y también Verguizas, donde creo que sólo vive un señor », enumera el arcipreste, antes de volver a sus labores.

«Si ves a Félix es como volver a los años 40 , a la época de la posguerra, aunque no creo que te deje entrar en su casa», asegura Conchi Hernández, la secretaria del Ayuntamiento de Las Aldehuelas, un municipio de 65 habitantes entre los que se incluyen los vecinos de Los Campos, Las Aldehuelas, Valloria, Ledrado y Las Villasecas, la mayoría en el camino hasta Verguizas, un pueblo donde en invierno sólo vive un vecino: Félix. Después de varios kilómetros de carretera comarcal de las que sueltan gravilla al pasar con el coche, un antiguo cartel indica el desvío hacia Verguizas: «0,2 kilómetros» que son una recta por la que también ha pasado la quitanieves.

En el pueblo hay media decena de casas muy arregladas. Los vecinos de la zona de toda la vida dicen que son «de los madrileños que solo vienen los fines de semana o en vacaciones». Estas viviendas se mezclan con otras, semiderruidas que dan fe de que allí hace años que pasó el tren de las oportunidades. No se escucha nada, salvo el tenue mugido de las vacas, que por allí son muy grandes, más peludas de lo habitual y lucen cuernos largos que apuntan al cielo. Todas las casas están cerradas , salvo una, bastante destartalada pero con la puerta y varias ventanas abiertas de par en par, pese a que no habrá más de 8 grados en la hora más calurosa del día.

Allí nadie contesta al reclamo , salvo un perro que ladra enfadado al percibir al desconocido. Otro perro color canela, más amable, no ladra y parece encantado con la visita. «Félix, ¿estás ahí?». «Buenas tardes, Félix». Nada. Nadie responde, pero el olor a leña quemada en una estufa le delata. Entonces, un albañil de esos que preparan las casas de los madrileños abandona sus labores y confirma lo que dijo el arcipreste. «Sí, aquí está Félix, voy a buscarlo y ahora te lo saco».

«¡Félix, Félix, sal, que te están buscando!», dice el trabajador mientras se adentra, familiarmente, en la vivienda del único habitante del pueblo. A los pocos segundos, el operario vuelve a sus trabajos para los de la capital y el esperado «fantasma» se descubre.

«Hago lo que quiero»

La conversación va a empezar, y posteriormente acabar, cuando este soriano viejo, un pastor trashumante de 72 años , quiera. «¿Qué quieres que te cuente? ¡Si yo mi vida ya la he contado toda!», inicia, midiendo las distancias, el único habitante de Verguizas. Para empezar dice, contradiciendo a los alcaldes de la zona, a las evidencias sobre el terreno y al arcipreste, que no vive solo, que hay otro «que se fue ayer y volverá mañana». Cuando termina se ríe, algo burlón, y se coloca al sol, junto a un poyete y frente al montón de leña que cortó en verano y que almacena para calentarse en invierno.

«Vivo solo y no pasa nada, estoy acostumbrado , esto es a lo que te haces», admite Félix, quien enumera las virtudes de no tener que rendirle cuentas a nadie, aunque solo sea a otro vecino. «Estoy a mi aire. Hago lo que quiero. Entro y salgo cuando quiero, me acuesto a la hora que me da la gana. Vivir así no es duro», asegura, para acto seguido mandar un mensaje -si se da la casualidad de que leen sus palabras-, a las altas esferas: «Solo quiero que no me quiten la paga».

Esfuerzo le ha costado ganársela. Son décadas viajando durante siete meses al año desde su pueblo natal en Soria hasta Ciudad Real, con la única compañía de las ovejas, cabras y vacas que pastoreaba. También llevaba a sus perros, una de los cuales -Canela, que no ladra al visitante- aún vive con él en un lugar donde otrora hubo, aunque no lo parezca, niños.

La media sonrisa acompaña toda la conversación. Solo hay dos temas que parecen trastocar la tranquilidad y el buen humor de este hombre, anacoreta de su propio pueblo. «Fue un 2 de noviembre, aún me acuerdo y solo tenía 14 años». Con esa frase rememora el día que le echaron de casa para, como él dice, «buscarse las habichuelas». Más serio se pone aún, y también eleva el tono, cuando la pregunta versa sobre la despoblación, concepto de moda en los últimos tiempos pero condena antigua para la España interior.

«¡Pero cómo pueden hablar ahora de despoblación si lo han dejado caer todo !», exclama enfadado Félix contra la labor de los políticos. «¡Ahora ya no hay remedio!», continúa contrariado, para zanjar su intervención con una frase que resume el pensamiento de muchos de quienes han visto cómo el abandono rural ha privado de vida a sus pueblos: «Les ha interesado darnos el golpe y ya no se puede hacer nada».

Volver al pueblo

Esta resignación es habitual en los pueblos pequeños -entendiéndose aquellos que no llegan a la veintena de habitantes- donde dan por hecha la desaparición y se dedican a esperarla en las mejores condiciones posibles. «Yo no puedo recomendar a nadie volver al pueblo», dice el hombre que decidió quedarse a vivir, aunque fuera solo, en el suyo. «A mis amigos les robaron las oportunidades y por eso se fueron», insiste Félix, que cuando eso pasó tenía 18 o 19 años y ahora ya peina canas y más de 70 primaveras.

Pero es feliz. No le recomendará a nadie su vida pero él la disfruta como nadie. «Por las tardes subo a esos cerros. Un día a uno y otro día a otro», enumera señalando hacia las dos montañas, ahora nevadas, que enclaustran sus dominios. Por lo demás, presume de tener teléfono, de disfrutar de una televisión «de 24 canales» , de las chuletas de cordero que comió ese día y de no prestar atención ni al fútbol ni a los políticos. Eso sí, sabe perfectamente que el «Barcelona le saca 19 puntos al Madrid» y tampoco pierde la oportunidad de atizar a Puigdemont: «Ellos se quieren ir porque dicen que les roban. ¿Qué tenemos que hacer los de aquí entonces?».

Luego, sin más, da por terminada la conversación. «Venga, que ya te he contado más de lo que te tenía que contar», subraya mientras se adentra otra vez en su casa. A esperar a que termine la tarde, llegue la noche y después vuelva a salir el sol.

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