Hazte premium Hazte premium

Carmen Fariña, la gallega que manda en los colegios de Nueva York

«Carmiña», la hija de dos emigrantes gallegos, es la hispana más influyente de Nueva York: dirige el gigantesco sistema de colegios públicos de la ciudad

Carmen Fariña, en la sala de reuniones del Departamento de Educación de Nueva York en un momento de la entrevista con ABC NOLAN CONWAY

JAVIER ANSORENA

Carmen Fariña tenía once años cuando su padre la subió en un barco mercante en Nueva York, camino de Galicia. Iba sola. Era el viaje inverso que él había hecho unos años antes, exiliado de la Guerra Civil. Lo mismo hizo su mujer, a la que conoció en Brooklyn, donde parte de la comunidad española de la Gran Manzana encontró acomodo. Él era de Sada. Ella, de Vilaboa. Fariña entorna los ojos y los manda seis décadas atrás para recordar el nombre del navío: «el Habana», dice ensoñada, con un español de acento inclasificable, entre la ría de Betanzos y la desembocadura del Hudson. «Tardamos diez días en cruzar el océano».

Su padre era un emigrante decidido a pelear por el futuro de sus hijos, pero que no permitía desconectarse del terruño. Con otros gallegos y asturianos, fundó una escuela, Juventudes Escolares, donde los hijos de la comunidad española surgida en los aledaños de Atlantic Avenue aprendía el idioma patrio por las noches, y donde se bailaba folclore gallego; también un equipo de fútbol, el Segura, que se enfrentaba a otros equipos de españoles de Manhattan, y a veces acaban a limpia bronca.

En casa de los Fariña se hablaba español, se respiraba España. Se discutía la política y se abría la puerta a los recién llegados de Galicia con una maleta de cartón. Por eso acabó Carmen en un buque mercante camino de la tierra de su padre, donde pasó un verano con familiares a los que no conocía. Para entender de dónde venía. «Fue maravilloso. Esos tres meses forjaron el amor que tengo a España», asegura a sus 73 años.

¿Cómo era la infancia en Nueva York de una hija de emigrantes gallegos?

En casa solo hablábamos español. Mi madre nunca aprendió bien el inglés. Mi padre sí, porque trabajaba. Cuando empecé la escuela, a los cinco años, no hablaba una palabra de inglés. Fue difícil, porque entonces los emigrantes éramos pocos y no nos recibían bien. Había una maestra que ni me hablaba, porque yo no sabía el idioma. Hasta que un día fue mi padre a clase para decirle que me prestara atención.

La comunidad española de entonces, ¿estaba muy unida?

Donde yo vivía, en una zona de diez manzanas, la mayoría éramos españoles. Se hacían cosas, como la escuela nocturna o el equipo de fútbol, para que nos conociéramos los jóvenes. Así encontré yo a mi marido y a mis tres mejores amigas. Estábamos muy unidos, pasábamos los veranos juntos, hacíamos picnics. Nos juntábamos grupos de 200 personas. Si alguien venía de Galicia, lo primero era conseguirle un trabajo. Íbamos a la calle 14 a comprar el coñac, el turrón, las cosas de España.

Está al frente del mayor sistema de colegios públicos de EE.UU., con 1,1 millones de estudiantes y 1.855 centros educativos a su cargo

La tentación es consumir el tiempo en historias de los gallegos neoyorquinos de los años cincuenta, en romances en los bailes de los viernes, en el ambiente de las tabernas de estibadores del East River, en las excursiones a Coney Island. Con una presencia sencilla, la melena corta y canosa, lentes de alta graduación y voz cálida, Fariña podría confundirse con una abuela entrañable, que dibuja episodios de un Nueva York que ya no existe, con una sonrisa nostálgica pegada a la boca. Pero no estamos sentados en una mesa camilla, entre dulces y copitas de anís, sino en la sala de reuniones de un imponente edificio neoclásico en el Downtown de Manhattan. Es la sede del Departamento de Educación de Nueva York, un organismo del que dependen 1,1 millones de estudiantes y 1.800 centros educativos, con más poder que muchos ministerios de Educación del mundo. Desde hace dos años, lo dirige Carmen Fariña.

Ella estaba casi retirada, haciendo trabajos de consultoría, cuando el actual alcalde, Bill de Blasio, la llamó para que dirigiera la educación de la ciudad. Después de más de cuatro décadas en el sistema educativo, como maestra, directora o supervisora, era su momento para descansar, disfrutar de sus hijas y sus nietos, calentarse con el sol de Florida y, por supuesto, viajar a Galicia, una cita anual. Pero desde que aceptó la propuesta de De Blasio, no ha vuelto a España. «No tengo tiempo. Si paso más de cuatro días fuera, me pongo nerviosa», se excusa.

¿Cómo le convenció el alcalde De Blasio para aceptar este cargo?

Él necesitaba alguien que conociera a la comunidad educativa y sus problemas. Yo sabía a lo que iba y lo que me iba a encontrar. Me dijo ‘si vienes, te dejaré hacer lo que tú creas necesario para cambiar el sistema’.

Desde su llegada, se ha reducido la tasa de fracaso escolar, ¿cuáles han sido sus otras prioridades?

Establecer guarderías públicas para todos los niños de 4 años, que han beneficiado a 70.000 niños, y han sido un cambio tremendo, sobre todo para las familias de inmigrantes. Mejorar el prestigio de los directores, dar más poder a los superintendentes y más influencia a los padres. También hemos ampliado mucho los programas de educación bilingüe y hemos mejorado la formación continua de los profesores. Por otro lado, antes, si las escuelas no tenían buenos resultados, las cerraban. Ahora tratamos de ayudarlas, de que el cierre sea el último recurso.

«Sin educación no hay democracia»

¿Es difícil la pelea con los políticos?

No es tanto pelear con los políticos, como que ellos te tengan respeto. Y la mejor manera de ganarlo es hablar con ellos uno a uno. Los grandes avances no ocurren al aprobar una ley, sino en conversaciones en personales, cuando se puede hablar y convencer.

Hablar y convencer es a lo que Fariña dedica su tiempo, sin descanso. Cada semana visita cinco o seis escuelas, entrevista a sus directores, mete el hocico en las clases para ver qué ocurre. Se reúne con legisladores, empresarios, educadores. Todas las semanas tiene al menos dos encuentros con ciudadanos, con padres, con asociaciones de vecinos. Sabe a la perfección lo que ocurre en las clases, porque trabajó en ellas durante décadas. «Sin educación no hay democracia», asegura.

¿Por qué eligió ser maestra?

Las mujeres no tenían muchas opciones en aquella época. Mi padre siempre me dijo: «No seas enfermera ni monja». Para él, que yo fuera maestra era un sueño, aunque apenas fue a la escuela, le educación para él era una posición de importancia. Pero también lo hice porque me encanta ser maestra, aun hoy en día. Tienes mucha influencia en el mundo.

¿Qué personas le han inspirado en su carrera?

Mi padre, sin duda. Fue una persona muy especial. A muchas de mis amigas sus padres no las dejaron ir a la universidad. A los hijos, sí. Pero el mío no hizo distinciones. El día que más orgulloso se sintió fue cuando yo me gradué de mi master, que coincidió con la graduación de mi hermano y de mi hermana, uno del instituto y la otra de la universidad. Nos llevó por primera vez a comer a un restaurante y puso un letrero en su trabajo: «Hoy no vengo porque mis hijos se gradúan».

El restaurante era El Quijote, un local legendario, en los bajos del hotel Chelsea, muy cerca de lo que en la primera mitad del siglo era «Little Spain», con la 14 como Calle Mayor. Quedan otros símbolos de la pujante comunidad española de la época -La Nacional, la Casa de Galicia, los edificios del arquitecto Guastavino-, empequeñecidos ante la imparable fuerza de la población hispana en Nueva York y EE.UU. Hoy los hispanos se sientan en el Tribunal Supremo, firman ‘blockbusters’ de Hollywood y tienen opciones reales de llegar a la Casa Blanca.

¿Ha llegado el momento en el que la comunidad hispana tiene una representación justa? ¿Queda mucho por lograr?

Cada vez está más representada. Cuando me nombraron directora de un colegio del Upper East Side lo primero que dijeron era «por qué necesitamos una hispana aquí». Eso ha cambiado, y lo que te puedo asegurar es todo el orgullo que siente la gente por mí. En el último debate republicano, dos candidatos hispanos se peleaban por quién hablaba mejor español…

El problema no es ser hispano, italiano o lo que sea, sino votar. Tenemos que mejorar el índice de voto. Si el hispano espera tener fuerza, tiene que saber lo que es votar y votar con inteligencia.

El voto latino parece a veces una mercancía que todos se disputan.

Mira, no hay ningún grupo que vote en bloque hoy en día. Cada persona tiene diferentes razones para votar y los hispanos no van a ir a las urnas como una sola persona.

A «Carmiña», como la llaman los cercanos, se le achinan los ojos cuando sonríe. Lo hace al recordar su primer día de clase, hace medio siglo. «No dormí la noche anterior. Todavía me pasa el primer día de curso, aunque no dé clase», confiesa. Fue en el colegio público 29, a pocas manzanas de donde nació. Aún vive en ese barrio de Brooklyn, en el que apenas queda rastro de la comunidad española, desperdigada por los suburbios. Sobreviven un par de bares regentados por españoles. Y Carmen Fariña, la jefa de la educación pública de Nueva York.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación