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Libro-entrevista

El cardenal Müller: «No a un cristianismo de baja intensidad»

El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe afirma que «la concepción antropológica que se deriva de la Biblia» comporta «un escrupuloso respeto por la persona homosexual»

El cardenal Muller en una imagen de archivo durante una misa en la catedral de Córdoba VALERIO MERINO

ABC

La Biblioteca de Autores Cristianos acaba de publicar en exclusiva un libro-entrevista con el actual Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Gerhard-Ludwig Müller, máximo responsable delegado por el Papa en la Iglesia Católica para todas las cuestiones de doctrina y de moral. El libro se titula «Informe sobre la esperanza» . Con el permiso de la editorial reproducimos a continuación algunas de las preguntas y respuestas de la entrevista.

Algún sociólogo ha hablado de una ley dentro del revival del fenómeno religioso como tal en la actualidad: «mayor presencia a costa de menor exigencia». Se trata de una ecuación aplicable a todas las religiones y que indica el camino para tener éxito. Como consecuencia de ello, algunos tratan de proponer un cristianismo de baja intensidad (low intensity Christianism). Con este planteamiento, se dice, el catolicismo podrá aumentar nuevamente en número y relevancia social: rebajar contenidos y exigencias, para plantear un cristianismo más aceptable a todos. ¿Es realmente este un planteamiento que abre futuro y genera esperanza?

Creo que no. Rebajar a Dios… ¿qué podemos decir? ¿Es más fácil creer en dos personas divinas o en tres? ¿Cómo tendría que ser de baja dicha intensidad? ¿Cristo no sería el Hijo de Dios de la misma sustancia que el Padre? ¿Cristo sería solo un profeta o un buen hombre que nos ha enseñado a hacer el bien? En sí, esto no sería una reducción: ¡sería una destrucción! Otra cosa son los métodos con los que se presenten las verdades de fe. Podemos ciertamente introducir a las personas poco a poco en los misterios, según la capacidad de los oyentes. Como san Pablo, que ha explicado la diferencia entre los adultos en la fe, a los que conviene el alimento sólido y los que son todavía niños en la fe, a los que conviene la leche. Pero una cosa son los métodos para el aprendizaje y otra muy distinta es modificar los contenidos de la fe.

Portada del libro ABC

No podemos pensar, por ejemplo, que si redujéramos la exigencia en la vida sacerdotal, habría menos defecciones y muchos, tal vez, retornarían al ministerio. No. Lo que realmente necesitamos es una renovación integral de cada uno de nosotros, como sacerdotes, para hacer posible que los jóvenes experimenten la belleza del ministerio ordenado, para que si son candidatos al sacerdocio, se formen bien, con una buena teología y con una espiritualidad profunda, acompañados de buenos ejemplos sacerdotales. La solución, desde luego, nunca será una solución sociológica o una solución de mera organización pastoral. La causa de la crisis no viene de fuera o de los métodos equivocados que utilizamos para articular la pastoral vocacional: no ganaríamos mucho con una mejor propaganda o con promesas de mejores condiciones de vida o de relevancia social. Prometer a un joven que si se hace sacerdote, tendrá siempre un buen coche, una buena casa, un reconocimiento social, unos estudios… ¡Estas cosas no sirven para responder a tan gran desafío!

En las universidades católicas, por ejemplo, se ha pasado, como en las demás, de un cierto elitismo a la supermasificación. Pero no es una buena opción la de reducir el nivel de exigencia en los estudios, para tener más alumnos. La universidad no es una mera escuela de educación secundaria. Para lograr la excelencia académica y apasionar a sus estudiantes en la «cultura de la vida, cultura de la verdad» (Benedicto XVI, Alocución para el encuentro con la Universidad «La Sapienza»), la solución pasa por una renovación general, por encontrar buenos profesores que se identifiquen con lo que enseñan, por invitar a los alumnos a aprovechar al máximo un tiempo de estudio que difícilmente volverán a tener en toda su vida.

«Prometer a un joven que si se hace sacerdote, tendrá siempre un buen coche, una buena casa, un reconocimiento social… ¡Estas cosas no sirven para responder a tan gran desafío!»

Del mismo modo, necesitamos sacerdotes que no tengan mentalidad funcionarial y que no anden continuamente buscando subterfugios para justificar la existencia de la Iglesia en una sociedad secular, casi como pidiendo perdón. Deben saber que han de guiar a hombres y mujeres fuertemente secularizados por culpa de las ideologías imperantes, ovejas perdidas sin pastor que viven en la ambivalencia, que viven entre preguntas existenciales que ya ni siquiera quieren formularse, pues saben que la respuesta les puede incomodar. Entre tanta sinrazón y frivolidad, ayudados de la riqueza del Magisterio de la Iglesia, hay que detectar al enemigo y combatirlo sistemáticamente: me refiero al nihilismo, al agnosticismo y al escepticismo, tan generalizados en nuestra sociedad a causa de su pérdida de realismo y humanidad. Todo se reinventa, todo es posible. En ella solo se espera el viento que me lleva de un lado a otro. En ella solo se busca la comodidad de estar siempre al lado de la mayoría y no el testimonio valiente que implica nadar contra corriente cuando haga falta.

«Nosotros pertenecemos a esta Iglesia a veces pecadora, pero la mayor parte de las veces gloriosa en su defensa de la vida y de lo humano»

Quisiera traer aquí a colación un testimonio que leí hace poco y que me emocionó profundamente: Ernst Nolte ha afirmado recientemente que el Santo Oficio, la actual Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1940 fue la única institución reconocida en todo el mundo que condenó expresamente «el aniquilamiento de la vida sin valor». Nosotros pertenecemos a esta Iglesia a veces pecadora, pero la mayor parte de las veces gloriosa en su defensa de la vida y de lo humano, como subrayó a menudo san Juan Pablo II. Este santo ha comprendido y, en consecuencia, ha enseñado que la clave para nuestro mundo es facilitar el encuentro entre Cristo y el corazón del hombre: cuando el hombre vuelve a ser de Dios y para Dios, encuentra la razón de ser de su existencia humana sobre la tierra. Como dijo a los universitarios en 1978, la fe cristiana es lo que mejor nos habilita para interpretar las instancias más profundas del ser humano. No podemos y no debemos esconder nuestro lenguaje. Esto me recuerda el episodio de las negaciones de Pedro, cuando a este, mientras esperaba en el Pretorio, le dicen: «Te traiciona tu dialecto» (Mt 26,73). Él, sin embargo, niega y reniega que sea del grupo de Jesús. Nosotros tenemos que hablar este mismo dialecto, esta lengua cristiana, sin miedo a que nos reconozcan por ella. ¡Los cristianos, cuando lo somos, hablamos de forma distinta! Es necesario que la gente se dé cuenta: este es nuestro lenguaje, lleno del Espíritu Santo. ¡Que se nos reconozca por hablar la lengua del Espíritu de Cristo!

Le planteo precisamente ahora una cuestión relativa a la verdad. Se trata de la frase «¿Quién soy yo para juzgar?». Estas palabras del Papa Francisco, sacadas del contexto y aplicadas como si fueran un criterio general, se han presentado a veces como el cambio de rumbo hacia un cristianismo más abierto y menos dogmático. El cambio se ha expresado recientemente así: «Del anathema sit a ¿Quién soy yo para juzgar?». ¿Es real este giro? Y, en el fondo, ¿qué autoridad tienen la Iglesia y el cristiano para juzgar sobre las situaciones personales?

Precisamente aquellos que hasta ahora no han mostrado ningún respeto por la doctrina de la Iglesia, ahora se sirven de una frase suelta del Santo Padre, sacada de contexto, para presentar ideas desviadas sobre la moral sexual bajo una presunta interpretación del «auténtico» pensamiento in merito del Papa.

La cuestión homosexual que dio pie a la pregunta realizada al Santo Padre, aparece ya en la Biblia, tanto en el Antiguo Testamento (cf. Gén 19; Dt 23,18s; Lev 18,22; 20,13; Sab 13-15) como en las cartas Paulinas (cf. Rom 1,26s; 1 Cor 6,9s), tratada como un asunto teológico (con los condicionamientos propios que comporta la historicidad de la Revelación). De la Sagrada Escritura se deriva el intrínseco desorden de los actos homosexuales, por no proceder de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. Se trata de una cuestión muy compleja, por las muchas implicaciones que han emergido con fuerza en los últimos años.

«La concepción antropológica que se deriva de la Biblia comporta un escrupuloso respeto por la persona homosexual»

En todo caso, la concepción antropológica que se deriva de la Biblia comporta unas ineludibles exigencias morales y, a la vez, un escrupuloso respeto por la persona homosexual. Dicha persona, llamada a la castidad y a la perfección cristiana mediante el dominio de sí mismo y a veces con el apoyo de una amistad desinteresada, vive «una auténtica prueba, por lo que debe ser acogida con respeto, compasión y delicadeza, evitando todo signo de discriminación injusta» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2357-2359). Sin embargo, más allá del problema suscitado con la descontextualización de la mencionada frase del papa Francisco, pronunciada como un signo de respeto hacia la dignidad de la persona, me parece evidente que la Iglesia, con su Magisterio, está capacitada para juzgar la moralidad de determinadas situaciones.

Esta es una verdad indiscutida: Dios es el único Juez que nos juzgará al final de los tiempos y el Papa y los obispos tienen la obligación de presentar los criterios revelados para este Juicio Final que ahora ya se anticipa en nuestra conciencia moral. La Iglesia ha dicho siempre «esto es verdadero, esto es falso» y nadie puede interpretar en modo subjeti-vista los Mandamientos de Dios, las Bienaventuranzas, los Concilios, según sus propios criterios, su interés o incluso según sus necesidades, como si Dios fuera solo un trasfondo de su autonomía. La relación entre la conciencia personal y Dios es concreta y real, iluminada por el Magisterio de la Iglesia; la Iglesia goza del derecho y de la obligación de declarar que una doctrina es falsa, precisamente porque esa doctrina desvía a la gente sencilla del camino que conduce a Dios.

«Este cristianismo simplemente tolerado queda vacío de su mensaje, olvidando que la relación con Cristo, sin la conversión personal, es imposible»

Desde la Revolución francesa, los sucesivos regímenes liberales y los sistemas totalitarios del siglo XX, el objeto de los principales ataques ha sido siempre la concepción cristiana de la existencia humana y su destino. Cuando no se pudo vencer su resistencia, se permitió el mantenimiento de algunos de sus elementos pero no del cristianismo en su substancia, con lo que este dejó de ser el criterio de toda la realidad y se favorecieron las mencionadas posiciones subjetivistas. Estas se originan en una nueva antropología no cristiana relativista que prescinde del concepto de verdad: el hombre de hoy se ve obligado a vivir perennemente en la duda. Más aún: la afirmación de que la Iglesia no puede juzgar situaciones personales se asienta sobre una falsedad soteriología, es decir, que el hombre es su propio salvador y redentor. Sometiendo la antropología cristiana a este reduccionismo brutal, la hermenéutica de la realidad que de ella se deriva solo adopta aquellos elementos que interesan o convienen al individuo: algunos elementos de las parábolas, ciertos gestos bondadosos de Cristo o aquellos pasajes que lo presentarían como un simple profeta de lo social o un maestro en humanidad. En cambio, se censura al Señor de la historia, al Hijo de Dios que invita a la conversión o al Hijo del Hombre que vendrá para juzgar a vivos y muertos. En realidad, este cristianismo simplemente tolerado queda vacío de su mensaje, olvidando que la relación con Cristo, sin la conversión personal, es imposible.

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