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Crítica La higuera de los bastardos: La memoria y el regadío

Todo lo nutritivo de la historia se lo carga sobre sus espaldas el personaje de Karra Elejalde, falangista reconvertido en anacoreta, con ese tacto único que tiene el actor para deshojar la tragedia en comedia

Karra Elejalde en «La higuera de los bastardos»
Oti Rodríguez Marchante

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La higuera de los bastardos

El origen es la novela de Ramiro Pinilla y la mirada es de la directora Ana Murugarren, que le busca a su historia un cruce imposible entre Buñuel, Azcona y Valle Inclán , aunque se tarda un tiempo de impaciencia e incomodidad en localizarlo en la pantalla.

Arranca al final de la Guerra Civil, en un pueblo de Vizcaya, y con una partida de falangistas en plena locura asesina a sus vecinos republicanos. Tiempo de revancha y crueldad en el que aún no se detecta ni el humor negro ni el esperpento que más tarde se derrama en la película, cuando ya se dedica con potencia a trabar una fábula sobre el peso de la culpa, el respeto a los muertos y la conveniencia de regar la memoria histórica, aquí fuertemente simbolizada por una higuera que crece sobre las tumbas de dos de sus víctimas…

Todo lo nutritivo de la historia se lo carga sobre sus espaldas el personaje de Karra Elejalde , falangista reconvertido en anacoreta, con ese tacto único que tiene el actor para deshojar la tragedia en comedia. No es fácil pillarle el punto a lo que tiene de gruesa metáfora y de sutil esperpento (el personaje de Carlos Areces, de bruta y sucia comicidad, es irrespirable en su caricatura), lo cual te obliga como espectador a afinar el tiro.

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