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Antonio Weinrichter

Imagen de la mujer liberada

«Jeanne Moreau no sólo frecuentaba a los maestros sino que sabía medirse con las nuevas generaciones»

En la década en la que el cine, y el resto de la cultura popular, se empezó a obsesionar por la juventud, Jeanne Moreau tuvo la distinción de hacerse famosa a los treinta años. Justo los que tenía en 1958 cuando Louis Malle le hizo dar su paseo nocturno a los sones de Miles Davis en «Ascensor para el cadalso» o encarnar la sexualidad de una mujer descasada en «Los amantes». Luego descubrimos que Jeanne había sido muy joven, como la coquette de Jean Gabin en «Touchez pas au grisbi», pero para siempre quedó como la imagen de la mujer adulta, francesa, liberada. Un arquetipo que podía llenarse de ligereza, al mismo tiempo que demostraba su pedigree remontándose a la belle epoque, en «Jules et Jim», una de las películas por la que preferimos recordarla, por lo bien que sabía pedalear entre dos amantes, como si la hubiera dibujado Noel Coward , y porque cantaba «Le tourbillon».

No se podía tener más encanto, ni más pretendientes en el cine, que Jeanne Moreau durante sus años de gracia. Para Roger Vadim fue la malvada madame de Merteuil en su versión de «Las amistades peligrosas». Hay que recuperar, ahora en la hora del recuerdo, su gran personaje de mujer enamorada en «Moderato Cantabile», su primer contacto con un texto de Marguerite Duras , con la que luego repetiría en varias aventuras fílmicas, como «Nathalie Granger». Fue una rubia rubísima para el siempre colorista Jacques Demy en La baie des anges, y una viuda negra negrísima en «La novia vestía de negro», en donde volvia con Truffaut.

La lista de sus directores cuenta la historia del cine moderno, el cinéfilo ha visto mucho a Moreau no necesariamente por fetichismo hacia ella sino por ellos. Antonioni volvió a meterla en una pareja conflictiva en «La noche», Buñuel sacó su faceta más pícara en «Diario de una camarera», tuvo tiempo de trabajar con Jean Renoir y Orson Welles la adoptó en «El proceso», «Campanadas a medianoche» y en esa delicia orientalista que es «Una historia inmortal». Incapaz de dar un paso en falso (bueno, sí: «Viva Maria»), no sólo frecuentaba a los maestros sino que sabía medirse con las nuevas generaciones, como se ve en su breve escena con Depardieu en «Los rompepelotas». Su carrera internacional fue más lucida que la de la mayoría de sus paisanos: trabajó con Losey en «Eva», con Lee Marvin en «Monte Walsh» o con Fassbinder en su póstuma «Querelle», pero sus raíces nunca dejaron de ser muy esencialmente parisinas.

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