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La voluntad

Ha tenido mucha suerte España con un campeón de esta calidad

Luis Ventoso

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A ciertos elegidos, bendecidos con un gran talento innato, se les presenta muy pronto la oportunidad de decidir qué tipo de personaje quieren proyectar y cómo desean ser recordados. En el Mundial de Estados Unidos de 1994, Maradona fue expulsado por doparse. Otra pifia más en una carrera de piernas superdotadas y conciencia cenutria. El torneo lo conquistó Brasil, que contaba con el mejor mediocentro defensivo del mundo, Mauro Silva. Era un tipo de orígenes modestos, como Maradona, que desde chaval se aplicó para encarnar al perfecto gentleman, categoría que no se basa en la estética, como se suele pensar, sino en la elegancia interior proyectada hacia el prójimo: hacer que los demás se sientan bien contigo. Hay más ejemplos. Lennon y McCartney andaban parejos de calidad –contra el criterio al uso, sospecho que el mejor era Paul–; también compartían un pasado humilde en Liverpool y ambos perdieron pronto a sus madres, con la consiguiente falla emocional. Pero McCartney se esmeró en ser un caballero, una persona afable y ponderada, mientras que Lennon nunca quiso evitar sus superfluos arrebatos de bordería macarra. Johnny Depp, gran artista, abrasa sus dones a golpe de pasotes y compone un ser humano bronco, viscoso, nada estimulante. Archibald Alexander Leach, nacido en un tugurio portuario de Bristol, hijo de un sastre judío y una madre lunática, acabó siendo en el cine y la vida el epítome del caballero glamouroso del siglo XX, bajo el alias de Cary Grant.

Nadal, que soplará 32 velas en junio, sumó ayer en Montecarlo el título 76 de su extraordinaria carrera. Pilló por banda a un veinteañero japonés, considerado el mejor tenista asiático de la historia, y le metió tal repaso que aquello parecía una partida de Play. Nadal vive expuesto al público desde su adolescencia. El tenis le hurtó casi toda su infancia, pues con solo ocho años ya llamaba la atención y comenzó la cheka de los entrenamientos. Cuando lo conocimos era un chaval de melena larga, cinta al pelo y camisetas sin mangas, un entusiasta que festejaba sus victorias rebozándose en la arenilla ocre como un felicísimo chalado. Sin embargo, ya emanaba de él una notoria gravedad, un estudiado buen tono, un elegante saber ganar (y perder). No es persona estudiada y procede de una población de 40.000 vecinos del interior de Mallorca. Pero siempre ha sabido estar en su lugar. Nadal supone una triple bendición para España. Por los valores que ejemplifica: el esfuerzo, el respeto a todos y a todo, y la capacidad de enfrentarse a la adversidad (tendemos a olvidar que en 2005, con solo 20 años, sufrió una lesión tan delicada que llegaron a decirle que tal vez no jugaría más). También nos ha dado sus fabulosos triunfos, instantes de alegría en nuestras vidas grises. Y por último, el reconfortante regalo de su espontáneo patriotismo, pues en Baleares, como se está viendo de manera alarmante, no faltan cantos de sirena llamando al más cerril ensimismamiento nacionalista. Nadal ha hecho por nosotros algo más que colocar la bola en su sitio. Eligió ser uno de los nuestros y por eso lo llevamos en el corazón.

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