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Que vaya otro

¿Por qué nos tiene que representar un tío que nos desprecia?

Luis Ventoso

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El Festival de Eurovisión es espuma de cerveza. Un desparrame de frivolidad algo locuela, envuelta en láseres, lentejuelas, disfraces inenarrables y un ratio delicioso de frikis por metro cuadrado, tanto en el escenario como en los graderíos de los «eurofans». Cantantes imposibles. Melodías chicle mil veces regurgitadas. Baladas desgarradas de cartón piedra. Jevis de saldo. Jabatas rompedoras y gachós con pectorales de gladiadores. Pastorcillos del Tirol o Albania sorprendiéndonos con su folclore psicodélico. Poperos de Azerbaiyán o Letonia con tupés que merecen el premio Pritzker de arquitectura con laca. Cantantes españoles más malos que la quina y en los últimos años ridículamente abonados al inglés… Pero ahí, en su desacomplejada insustancialidad pop, radica el indudable encanto kitsch del festival. Eurovisión es lo que los anglosajones llaman «un placer culposo», en el que todos sucumbimos más de una vez. Sin embargo, aun siendo un asunto menor, el certamen presenta una peculiaridad. A diferencia del Festival de San Remo, donde los cantantes se representan a sí mismos, aquí acuden defendiendo la bandera de un país. Hay una cierta honrilla nacional en juego.

España lleva una racha eurovisiva equiparable a los resultados electorales del gran Sánchez: hemos pasado del resbalón al descalabro. Pero este año el país se ha ilusionado con dos chavalillos, Amaia, pamplonica de 19 años dotada de un vozarrón, y su novio televisivo, Alfred, un chico de 21 del cinturón de Barcelona. Fueron promocionados a través de OT y TVE nos ha endilgado su canción hasta en la sopa (raro es el Telediario sin el inefable estribillo). Hasta ahí todo normal: un pasatiempo blanco vendido a través de la habitual mercadotecnia televisiva.

Ayer se celebró en Cataluña Sant Jordi, donde se regalan libros y rosas. A solo tres semanas de representar a su país en Eurovisión, el tal Alfred, hijo de Alfredo García y María Jesús Castillo, descendiente de una familia de rumberos, obsequió a su amada con una novela titulada «España de mierda», del cantante Albert Pla. En algunas de sus ediciones, la portada del libro es una estelada. Qué risa. Ahora unas preguntas: ¿Se permitiría el ocurrente Alfred el lujo de regalar en Barcelona un libro titulado «Cataluña de mierda»? Tengan por seguro que no, porque se lo comerían crudo por «facha». ¿Está capacitado para representar a España alguien que decide molestar con tan poco juicio a sus compatriotas, que lo han apoyado con afecto y hasta han pagado con sus impuestos su promoción, pues TVE la abonamos a escote? ¿Podemos deducir que algo le pasa al buen Alfred con España, toda vez que en 2014 subió a su cuenta de Instagram fotos pro Diada y pro independencia?

Conclusión: sobran triunfitos por España adelante, pues brotan como setas, capaces de hacerle los coros a la gran Amaia con igual solvencia que este muchacho. Así que sería un detalle que mandasen a Lisboa a otro. Muchos españoles no queremos que nos represente un tipo que nos desprecia, aunque sea en un circo musical intrascendente. Y es que el asunto al final no es tan anecdótico: no podemos seguir adulando a gente que nos rechaza.

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