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Rodrigo Cortés

El sentido común

«El sentido común, del modo en que se blande en nuestra realidad precaria, es aquello que invocamos para darnos la razón, y lo que nuestro rival invoca para reclamar la suya.»

NIETO

RODRIGO CORTÉS

El sentido común no existe (me quito la tesis de encima y prosigo sin la presión de intentar que se deduzca del subtexto). El sentido común no existe ni puede existir, porque común no es nada, salvo el ascensor y el descansillo; ni el criterio ni la inteligencia, ni el juicio ni el entendimiento. Ni la cordura. Sólo la verdad lo es, por escarpada e inaccesible; la ausencia de verdad, por tanto. La mutua frustración de tender a ella sin merecerla. El sentido común es aire, no es oxígeno, un reforzador sonoro con marchamo fingido, una falsa firma, un as en la manga. El sentido común , del modo en que se blande en nuestra realidad precaria, es aquello que invocamos para darnos la razón, y lo que nuestro rival invoca para reclamar la suya. Es lo que invoca el Estado para construir su legitimidad a golpe de pica y lo que invoca el ladrón para tomarla prestada . El sentido común niega la homosexualidad y la defiende al tiempo, niega y confirma la siesta, está con la mujer y con el exmarido, con la monogamia y la filantropía, con el pueblo y con el rey, con el reo, con el juez, con el portal y el portero. El sentido común apoya la calma y el aspaviento, el pacto y las elecciones, el recorte y el gasto; ampara el infierno y ampara el cielo. El sentido común le dice al conductor contingente que la línea más corta entre dos puntos es la recta, al peatón que hay pocos taxis, al taxista que sobran guardias, al guardia que sobran taxis y al ciclista que sobran coches, sobran peatones, sobran taxistas, sobran cuestas, sobran guardias y falta suelo. El sentido común hace deseable que se planten flores en las avenidas e intolerable que una maratón popular corte el tráfico. Que se suban y se bajen los impuestos. Aconseja y desaconseja la leche. Declara que nada puede ser gratis y afirma que la cultura, o la información, o la empanada gallega, deben serlo. E l sentido común sanciona el mérito como sanciona el empate , la artesanía como la perfección, el pequeño comercio como los precios bajos, el voto como el evangelio. El sentido común lo quiere todo, también lo excluyente, también lo opuesto. El sentido común no existe. Como no existe la lógica, salvo para agitarla, sin estrenar, y encabezar con ella un argumento. Para el sentido común, del modo en que lo expresamos, todo es obvio. De cajón. Todo lo da por supuesto, hasta que, con un giro de cadera, acoge un nuevo criterio. El sentido común, el mío, el de nadie, el nuestro, cambia con cada mudanza, con cada cruce de acera, con cada amistad nueva. El sentido común certifica que el casero es el malo y el inquilino el bueno, como certifica, cuando el casero es tu hijo, que, si Mefistófeles no paga y hace ruido y acumula basura y cambia la cerradura y arranca los cables, tu hijo es san Pedro. No hay ley que el sentido común no enmiende, ni norma que no mejore, ni sentencia que no discuta ni medida que no respalde. Lo invoca el fiscal y lo invoca el abogado defensor, lo invoca el juez y lo invoca la familia. Y la otra familia. Y el testigo. Y el testigo del testigo. Y el periodista. Y el periodista del otro medio . Y el del blog, que, por sentido común, reclama un tiempo nuevo. Y el lector, y los lectores, que añaden comentarios a la noticia y aceite al agua y agua al Ribera. Y el quiosquero. Y el otro quiosquero. Y el internauta que, por sentido común, no compra ya periódicos. Y el que, por sentido común, los lee si se los dan en el metro. Y el suscriptor de toda la vida, de mesa camilla y ópera de fondo. Y el que los compra dos veces. Y el pescadero, que llena de vida la prensa. Y el espectador atento. Y el espectador inerte. Y el que llama por teléfono. Y el que coge las llamadas. Y el notario. Y el director de emisión. Y el director de la cadena, que, por sentido común, sale al balcón de palacio y entrega al común cuanto –asegura– quiere. Y el filósofo, que quiere el bien del común sin preguntar al común qué quiere. Y el que –por sentido común– conoce ya la respuesta. Y el que decide qué es bueno. Y el común que lo debate. Y el que, en el debate, dice: «Y ¿quién decide que es bueno?». Y el que niega la mayor. Y el que contesta por alusiones. Y el que no quiere que lo interrumpan, que él no ha interrumpido a nadie en ningún momento. Y el moderador. Y, por sentido común, el pueblo. El sentido común no existe. Asigna rumbo a lo que lo tiene y a lo que no . Como potencia pasiva, no opera si no es excitado por el objeto; el observador lo crea, no se transforma al conocerlo. Unifica y regula el resto de los sentidos y los pone en fila india al servicio de la opinión, ya que no del criterio. No entiende ni siente, conecta con caja y emite mil veredictos en mil sujetos, y aun tres en uno solo, en virtud de la hora, según el hambre y dependiendo del tiempo. El sentido común no existe. Es sólo nuestra coartada, el contenedor de nuestras creencias, calcula lo probable y lo acomoda a nuestro credo, no se atiene a más regla que la del provecho propio y adapta y justifica cualquier acción, con tal de que nos convenga. Actúa mejor a posteriori y, como juzga, prejuzga, antes a otros que a uno mismo, por sentido común. Por si acaso. Como lo esgrime el idiota lo esgrime el sabio, y vale lo que valen la imaginación y la memoria. La civilización se fundó para protegernos de él. Por eso se promulgan leyes, imperfectas pero constantes, para apartarlo, cuanto antes, del tablero. Para eliminar coartadas y evasivas, subterfugios y pretextos. Para suplirlo. Por sentido común, aunque sea.

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