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Una rambla en las mejillas

No es cobardía ponerse unas lentes oscuras, ni llorar, por ellos, por nosotros, por esta calamidad nacida del fanatismo; es una cortesía hacia los demás para evitar el contagio, y pensar de qué manera podemos neutralizar a los monstruos

Una mujer llora en el minuto de silencio del viernes en la Puerta del Sol de Madrid afp

LUIS DEL VAL

No es lo mismo contemplar la tragedia desde el patio de butacas que verla a escasos metros, cuando los que mueren ya no saldrán a saludar al terminar la representación, porque no era una representación, era la vida, donde los que la pierden ya no tienen ningún papel. Es muy difícil asumir la visión del caballo bárbaro de la crueldad, que galopa donde la gente pasea su sosiego y sus esperanzas, porque no es que el día que lo explicaran no fuéramos a clase, sino que ese tema creíamos que no entraba en el examen continuo de nuestra biografía.

Vivir está lleno de inconvenientes. Es un aprendizaje permanente de pruebas, de fracasos, de frustraciones, de ilusiones perdidas. También de afectos y amores, pero hasta allí acechan las traiciones. Luego, están los enemigos interiores -ese oncogén que se desarrolla por alguna parte del cuerpo, esa víscera que late con pereza- pero, como decía Machado, se hace camino al andar, y lo vamos aprendiendo. Sin embargo, no estamos preparados para el verdugo improvisado que nos asalta de repente, el brutal carnicero del que ignorábamos su existencia y que extermina, salido de un apocalipsis purulento que no podemos entender, un día cualquiera, en un momento atroz. Y es entonces cuando llueve en la mirada, y las lágrimas saladas forman brillantes hilos de pena, una rambla en las mejillas, y nos ponemos las gafas oscuras, no para no ver la tragedia de frente, sino para que no se haga demasiado evidente nuestra dolorosa fragilidad.

Estamos preparados para la muerte fortuita o en incómodos plazos, y para decir adiós a los que más queremos, pero no para estos golpes secos, atroces, inesperados, de la mano de unos sanguinarios monstruosos, que creíamos que sólo se encontraban en los libros. No es el miedo al terror el que nos hace llorar, es el estupor ante el crimen bestial, la desesperanza que supone estar ante la ferocidad desalmada, que es capaz de segar la risa de un niño de tres años, y llevárselo para siempre de paseo de la mano de su tío. Es el descenso a las historias reales -convertidas en tragedias reales- porque es entonces cuando nos damos de frente, de nuevo, con la vida, que viene envuelta en la muerte, ese papel que lleva siempre el terrorismo en su mochila.

Y no es cobardía ponerse unas lentes oscuras, ni llorar, por ellos, por nosotros, por esta calamidad nacida del fanatismo; es una cortesía hacia los demás para evitar el contagio, tomar aire, y pensar de qué manera podemos neutralizar a los monstruos. Porque eso es más importante, más eficaz y más positivo que guardar minutos de silencio. Porque eso nos permitirá, con algo de suerte, tener a la tragedia aislada en el teatro, donde los autores tienen nombres griegos, y rendían culto a tantos dioses que no fueron inoculados de ese fanatismo letal que llama infiel y condena a muerte a todos los que no piensan como estos exaltados sectarios a los que hay que responder con el único lenguaje que entienden: el que ellos mismos emplean. Y no es venganza. Es supervivencia.

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