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El pasado por delante

A la espalda quedan los trajes de alpaca, los relojes de lujo y el peso de un montón de caducadas promesas de futuro

Ignacio Camacho

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Una de las cosas que más molestaban a Francisco Camps, cuando lo procesaron por el asunto de los trajes –del que conviene recordar que salió absuelto–, era que su antecesor y archiadversario Zaplana hubiese escapado indemne de todo escrutinio. La hostilidad entre ambos tenía los tintes freudianos del hijo que intenta matar al padre y del maestro que reniega de su mejor discípulo. Camps pasó buena parte de su mandato luchando contra una tutela que el propio Aznar alentaba en una clara toma de partido, y que no logró sacudirse hasta que en 2008 se alió con un Rajoy al que también estorbaba la larga sombra del zaplanismo. Lo cierto es que el antiguo ministro sorteó durante dos décadas toda clase de fuego amigo y enemigo y que fueron sus sucesores los que acabaron cayendo literalmente con todos sus equipos. Correoso hasta frente a la enfermedad, especialista en caminar sobre brasas, ni Gürtel ni Púnica ni Lezo lograron manchar su impecable fachada envuelta en cara sastrería de ejecutivo. Pero su arresto de ayer no ha causado demasiada sorpresa en una organización melancólicamente acostumbrada al derrumbe de sus viejos símbolos.

En su etapa de política activa, Eduardo Zaplana siempre parecía a punto de un gran salto. Tenía aura de delfín a la expectativa de algo, pero su horizonte se nubló aquella trágica mañana de marzo, la de las corbatas negras y los esqueletos de trenes reventados. La predilección de Aznar aún le dio para vivaquear durante cuatro años en un incipiente marianismo cuyo líder tragó muchos sapos porque no se sentía con respaldo suficiente para liquidarlo. Al final, Rajoy se soltó las manos y se lo sacó de encima –disparándole, como es su costumbre, con silenciador– para consolidar su liderazgo. El cartagenero entendió que su tiempo había pasado y se fue al mundo del dinero y de las influencias a ver desde el segundo plano cómo pasaban silbando las balas de los escándalos.

Al final le ha tocado abrir los telediarios, que tantas veces protagonizó desde la tribuna o el escaño, con la imagen que siempre había esquivado. Su detención es el penúltimo broche amargo –porque habrá más– de aquel tiempo de esplendor impune y confiado en el que nadie parecía calcular siquiera la posibilidad de un horizonte dramático. Si hay o no materia penal en sus operaciones y contratos ya da igual: está linchado, la expiación ha sido ejecutada y el sacrificio celebrado por esa izquierda que pasó décadas sin atinarle la puntería con sus dardos. El veredicto popular está dictado y la gente empoderada puede hacer vudú reputacional contra el rostro bronceado que encarnó la fúnebre época del Partido Antipático.

Atrás quedan los trajes de alpaca, los relojes de lujo, el tren de vida de lo que Wolfe llamó los amos del mundo. Zaplana sólo tiene ahora el pasado por delante, y a la espalda todo el peso de un montón de caducadas promesas de futuro.

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