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Juan Manuel de Prada

El odio de Pablo Iglesias

Juan Manuel de Prada

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A Felipe González lo sorprende «la carga de odio» de Pablo Iglesias, que le recordó lo mismo que Pere Gimferrer recordaba en Alma Venus : «Cal viva en las esquinas,/ como Lasa y Zabala sepultados». Y si un poeta puede recordar tranquilamente los horrores del felipismo sin que se diga que sus versos los inspira el odio, no entendemos por qué no puede recordarlos Pablo Iglesias. Por lo demás, el traje de Felipe González no está manchado únicamente de cal viva: permitió, por ejemplo, que la política española se convirtiese en una cueva de ladrones (y en esto hay que reconocer que todos sus sucesores han mantenido vivo su legado); arrasó la industria y la agricultura nacionales, convirtiéndonos en una colonia dedicada a los «servicios»; se sometió lacayunamente a los dictados del Dinero, hasta convertirse en el hijo predilecto de la banca y las grandes corporaciones; desmanteló la legislación laboral que protegía al obrero; y, en fin, se desempeñó siempre como un solícito felpudo de los Estados Unidos (no en vano se ha dicho que fue el hombre de la CIA en Suresnes), lo mismo en la paz (referéndum de la OTAN) que en la guerra (fragata en el Golfo Pérsico). Y esto por mencionar tan sólo los estropicios que deberían indignar a un izquierdista.

Pablo Iglesias, pues, se mostró benévolo al abreviar la retahíla de manchas que ensucian el pasado de González. En sus intervenciones en el Congreso no ha mostrado tanta virulencia como algunos pretenden: invoca con ardor fetiches de la mitología izquierdista, tilda hiperbólicamente a los diputados de derechas de «hijos del totalitarismo» y advierte a los socialistas que ya nunca más podrán actuar con la misma prepotencia que emplearon en el pasado con otros líderes comunistas. En realidad, todo el discurso de Pablo Iglesias consiste en recordar a los socialistas que no podrán gobernar sin su ayuda; y que, si desean que los ayude (¡si desean que se deje manchar por su pasado!), tendrán que humillarse y pasar por sus horcas caudinas. Iglesias sabe que Sánchez montó la pamema de su pacto de la señorita Pepis con Rivera para ir haciendo campaña anticipada, adular a las oligarquías económicas y, sobre todo, tratar de aislar al propio Iglesias (de ahí que Sánchez ofreciera mejores condiciones a Izquierda Unida y Compromís que a Podemos). Pero Iglesias no teme que lo acusen de formar una pinza con la derecha (entre otras razones, porque tal acusación es rocambolesca); y ha dejado claro que, si los socialistas quieren su apoyo, tendrán que inclinar la cerviz y doblegar la rodilla. En lo que tampoco acabamos de adivinar odio; si acaso, cierto sibaritismo sádico que se regodea en la debilidad del adversario.

Los socialistas pueden someterse a Iglesias o pueden enfrentarse a él en unas nuevas elecciones, para intentar confinarlo en ese arrabal de marginalidad en el que hasta ahora siempre han conseguido confinar a otros líderes comunistas. Pero a Pablo Iglesias le tienen miedo porque cree en unos principios que aplica a rajatabla. Y el problema no es que los principios de Pablo Iglesias sean erróneos, nefastos o destructivos; el problema es que enfrente no tiene más que gente pusilánime, o bien aprovechateguis aspaventeros, que han aparcado sus principios (si es que alguna vez los tuvieron) y se guían sólo por intereses. Este posibilismo complaciente y acomodaticio, que ha guiado durante décadas el llamado «consenso», es más pernicioso que el presunto odio de Iglesias, que a fin de cuentas es el moho nacido de la podredumbre del posibilismo. Tal vez Iglesias odie, como pretenden sus detractores; pero la tragedia verdadera es que enfrente no tiene, ni a derecha ni a izquierda, a nadie que ame.

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