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Isabel San Sebastián

Ser mujer, ser madre

Isabel San Sebastián

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Está muy bien que una vez al año se celebre el Día de la Madre, con profusión de flores y abundancia de regalos, pero no basta. La maternidad no precisa de flores o regalos para constituir un motivo de inmensa alegría. Lo es en sí misma, desde el comienzo, más allá de lo que puede expresarse con palabras. Tampoco es cosa de un día marcado en el calendario, sino de toda una existencia. Solo necesitaría poder materializarse con cierta naturalidad. Y escribo en condicional porque algo tan evidente dista mucho todavía de acercarse a la realidad.

En España hablar de «derecho a la maternidad» no equivale a hablar de horarios racionales o conciliación sino de aborto

En un corto espacio de tiempo la maternidad ha pasado de ser un hecho incontrolable, asumido con mayor o menor satisfacción dependiendo de las circunstancias de cada cual, a constituir un quebradero de cabeza; el dilema más grave al que han de enfrentarse unas mujeres abocadas a escoger entre dar satisfacción a su anhelo de engendrar vida, tan legítimo como inherente a la naturaleza femenina, y mantener intactas sus opciones en un mercado laboral feroz, que castiga esa pretensión con implacable dureza. Hasta hace algo menos de un siglo los hijos eran una imposición. Ahora se consideran un lujo cuya «adquisición» hay que aplazar hasta edades a las cuales lo natural es ser abuela. La ciencia nos ha brindado herramientas poderosas, pero hemos mejorado muy poco. Más bien hemos ido hacia atrás.

Este año el Día de la Madre coincidió con la fiesta del Trabajo. Los sindicatos salieron a la calle en compañía de varios partidos, aunque no oí a ninguno de ellos vincular ambas efemérides. Es lógico. En la España actual hablar de maternidad en el ámbito laboral o político no equivale a hablar de horarios racionales, medidas de conciliación, ayudas económicas o ventajas fiscales, sino de aborto. La única salida que se ofrece a una mujer amenazada de despido por un embarazo imprevisto e indeseado es, con demasiada frecuencia, deshacerse de la criatura. Quitarse el «problema» de encima. ¡Y lo llaman progresismo!

Es una paradoja siniestra, un sarcasmo nauseabundo, pero es la triste verdad. La izquierda y el «feminismo» oficial identifican el «derecho de las mujeres a elegir libremente su maternidad» con el derecho indiscriminado de las madres a liquidar a sus hijos en las primeras doce semanas de gestación. Algunas abanderadas de esta llamada «ideología de género» como Manuela Carmena, insigne alcaldesa de Madrid, llegan al extremo de afirmar que «con el aborto nadie mata bebés porque los no nacidos no son personas». O sea, algo parecido a los «seres vivos pero no humanos» de Bibiana Aído, corregido y aumentado. Pura hipocresía.

Pues bien, yo me rebelo ante ese monumental engaño. Me rebelo ante esta flagrante manifestación de violencia machista consistente en cargar sobre la mujer todo el peso de una intolerable discriminación en razón de la maternidad y obligarla a renunciar a los hijos con tal de salvar el trabajo o la carrera. Me rebelo ante la idea de que una mujer tenga menos derecho que un hombre a brillar en su profesión y aspirar a alcanzar la cumbre sin sacrificar en ese empeño su derecho inalienable a ser madre. Me rebelo al constatar que mi hija se va a enfrentar a barreras tan altas e injustas como las que hube de saltar yo. Me rebelo ante la ceguera de una sociedad que envejece a ojos vista, que está suicidándose sin remedio, porque no es capaz de poner en valor ese tesoro demográfico, económico y sobre todo humano que son los niños. Nuestros niños. Los niños que no dejamos nacer aunque traigan tanta alegría.

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