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Luis Ventoso

Malas ideas

Curiosamente, jamás se ha visto a un liberal pirado atentando en nombre del libre mercado y el imperio de la ley

Luis Ventoso

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La perturbadora ideología comunista fue la gasolina mental del terrorismo de la Baader Meinhof alemana, las Brigadas Rojas italianas o el Grapo español. El nacionalismo desatado provocó los crímenes crueles y sanguinolentos del IRA y ETA, que ahora se quieren reescribir de manera infame, olvidando que unos mataban sin pestañear y otros morían de rodillas. Una interpretación fanática de los textos coránicos, que brota del wahabismo saudí, espolea las matanzas de Al Qaeda, Daesh o Boko Haram. En Estados Unidos se han repetido los tiroteos mortales a cargo de supremacistas blancos. Pero curiosamente, jamás se ha visto a un liberal pirado atentando en nombre del libre mercado y el imperio de la ley. Por eso cuesta no arrugar la nariz cuando tras el enésimo atentado en Europa se escucha esta frase de dudoso consuelo: «Al final fue obra de un loco». Sí. Pero son demasiados locos, y todos cojean igual.

Hay que poseer una mente muy enajenada –y ser extremadamente desalmado– para subirse a un coche y arrollar a las personas de toda raza, edad y condición que abarrotan las aceras de Westminster. También es verdad que el asesino era un pequeño criminal de faca ligera, que ya había conocido dos veces la cárcel. Pero hubo algo más. Existió una ideología que activó el chispazo.

Constituye un abuso evidente, un disparate, considerar a todos los musulmanes como malvados en potencia, como hacía el fantoche teñido de platino de las últimas elecciones holandesas. Pero en nombre del buenismo multicultural no se puede soslayar que el asesino de Londres mutó tras abrazar una determinada religión, que se pasó cuatro años en Arabia Saudí, que acudía a las mezquitas en nombre de una piedad enfebrecida, que elegía para afincarse los guetos de Inglaterra donde más cala el extremismo yihadista.

¿Locos? Puede, pero con determinadas ideas, que se refuerzan con ayuda de la apología del terrorismo que campa a sus anchas por las plataformas del admirado de Silicon Valley. Mientras el director de un periódico puede verse en un juzgado por derrapar en un pie de foto, Facebook, Google y Twitter operan prácticamente con barra libre. Tampoco ejercen una vigilancia activa contra los contenidos salafistas o manifiestamente falsos. En ningún periódico español, ni en el más infame, verán material pro Daesh, o vídeos repugnantes como los que anteayer admitió YouTube, donde se aseguraba que el atentado de Londres era un montaje (por cierto: llevaban sus preceptivos anuncios, con los que se lucró la compañía).

Los editores de prensa y sus directores ejercen un autocontrol, operan con unos principios deontológicos. Google y Facebook se escabullen de esas prácticas éticas pretextando que ellos solo son «una plataforma», nunca editores. Excusa fútil. Zuckerberg, el muchacho de la camiseta gris, es en realidad el mayor publicador de contenidos informativos del planeta (que no controla ni produce, y con los que se lucra hasta el punto de poseer la sexta compañía del mundo en capitalización: 375.805 millones de euros). Por eso no comparto las misas réquiem que se le cantan a los periódicos. Perdurarán, porque justo ahora son más necesarios que nunca.

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