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Luis Ventoso

El Kilimanjaro

Allá se fue Mark, seducido por sus nieves perpetuas...

Luis Ventoso

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El Kilimanjaro, el enigma de esas nieves poéticas que se divisan desde una sabana cálida y más bien seca, siempre ha seducido al hombre. El pico más alto de África, con 5.895 metros sobre el mar, fue denominado en la antigüedad La Casa de Dios, o los Montes de la Luna. En 1889 un fotógrafo alemán logró coronar el volcán por primera vez, tras varios intentos accidentados, tipo peli de Tarzán. Hoy aquello es una romería, con siete rutas oficiales de senderismo abiertas para subir a su cima. Unos 58.000 turistas acuden cada año al parque nacional de Tanzania. El último récord de subida y bajada rápida se batió en 2014: ida y vuelta en solo seis horas y 42 minutos. Aun así, para las personas comunes supone un esfuerzo notable y conlleva cierto riesgo. Arriba la temperatura media es de -7 grados y cada año mueren varios imprudentes que lidian mal con la altitud, o hacen el pingo en sus glaciares.

El volcán goza también de caché artístico, sobre todo por «Las nieves del Kilimanjaro», el relato de Hemingway llevado al cine. Mark Lloyd, un galés de 33 años, es una de los numerosos excursionistas que han viajado a Tanzania para sentir la emoción de coronar unas nieves perpetuas, incongruentes con su entorno. Lo logró en 2015. A priori su ascensión parece anodina, normal. Caminó junto a un guía chagga local y no ocurrió nada extraordinario. Y sin embargo la de Mark fue una proeza memorable, porque entre 2014 y 2016 se embolsó el equivalente a 7.400 euros de ayudas sociales británicas por una seria invalidez, que le impedía caminar más de cincuenta metros. Había sido soldado en Afganistán, donde resultó herido leve en la espalda. De vuelta a casa reclamó un subsidio por sus problemas físicos. No podía andar sobre terrenos irregulares. Cada veinte minutos se veía obligado a sentarse por la fatiga del mero hecho de permanecer de pie. Más de cien metros caminando lo hacían «agonizar». Un disco de la columna lo martirizaba.

Mark, que estos días se sienta en el juzgado, patinó como tantos otros por su narcisismo en las redes sociales, donde colgó fotos de algunas de sus aventurillas. La verdad es que lo dio todo. Al tiempo que trincaba el subsidio completó tres triatlones, ganando uno, y hasta participó en Malta en una carrera de lanchas fuerabordas, donde se intuye que su maltrecha espalda debió de sufrir un buen meneo. En el juicio, su abogado ha pretextado que en realidad su acción es meritoria, pues solo trataba de probar que podía hacer «lo mismo que cualquier otra persona» y se sobrepuso al dolor con admirable entereza. «Agonizaba subiendo el Kilimanjaro», resalta el entusiasta letrado. Pero en Instagram se le ve de lo más rufo y sonriente. En agosto llegará la sentencia. Se le va a caer el pelo.

Cada vez que escucho a un político bisoño, tipo nuestro animoso Rivera, proclamando que posee la fórmula magistral para acabar para siempre con la corrupción se me escapa una sonrisa piadosa. Somos humanos, bichos falibles. Siempre habrá un Villar o un Ignacio González. Eso sí, a ver si nuestra justicia espabila: hace lustros que se sabía que Villar era un cojo dando saltos por el Kilimanjaro. Y a Cardenal hasta lo echaron del CSD por advertirlo.

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