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Luis Ventoso

Jugar a Dios

El hombre fabula con regresar desde la última frontera

LUIS VENTOSO

Atacábamos sendas hamburguesas en un angosto local del Soho, que lleva fama de ofrecer las más suculentas de Londres. Mi amigo y yo dábamos cuenta de las bombas de colesterol con una voracidad cavernaria, con esa felicidad primaria e irresponsable de dos hombres que en una noche sin mujeres se regalan un festín adolescente. Como norma general, creo que el varón resulta más sencillo –o rupestre– que la mujer. Seamos francos: a la mayoría de los gachós nos plantan una cerveza en una mano, un bol de patatillas en la otra y el partido de fútbol más infecto en una pantalla tocha, y entramos en una especie de trance hipnótico, próximo a la dicha suprema. Por fortuna, la sofisticación femenina suele paliar esos nirvanas hooligans.

Con el kétchup, las papas fritas y las cervezas de abadía, aquello no parecía precisamente el ágora de la Atenas clásica. Pero en el transcurso de la conversación, mi inteligente amigo hizo una observación de calado filosófico, que ya le había escuchado alguna vez: «Los hombres podemos vivir solo porque en todo momento jugamos a ignorar la realidad más importante de nuestras vidas, que es el hecho cierto de que vamos a morir. Si nos parásemos a pensarlo en serio, ni nos levantaríamos». Es verdad. Todos somos como el caballero cruzado del «Séptimo sello» de Bergman, que disputa una desesperada partida de ajedrez con la parca. Pero preferimos no ver el tablero.

Como relataba ayer con primor Luis del Val en la Tercera de ABC, la muerte se ha ido banalizando y alejando. Del velatorio doméstico –un gran hito social y religioso del mundo aldeano, investido de profunda humanidad–, hemos pasado a morgues con fachada de bingo, bautizadas con el eufemismo de «tanatorio». Los entierros se sustituyen por cremaciones industriales. Los deudos se ven con una embarazosa vasija de cenizas en sus manos, que a veces acaba en el aparador de la tele (ha hecho bien el Papa en dar unas pautas). La muerte se oculta y hasta se sueña con derrotarla. Como advierte el historiador Yuval Noah Harari, sensacionalista pero agudo, «la comunicación directa entre el cerebro y los ordenadores puede conseguir capacidades mucho mayores que las del homo sapiens». Además, la ingeniería genética podría llevarnos a una pesadilla a lo Huxley, donde los ricos serían más inteligentes, longevos y atractivos que los pobres. Se sueña incluso con regresar de la última frontera. Una niña londinense de 14 años, que agonizaba víctima de un cáncer crudelísimo, ganó un pleito para que su cuerpo fuese conservado en un tanque de nitrógeno líquido, a la espera de que en un futuro remoto la ciencia le devuelva vida y salud. «Me muero, pero volveré dentro de doscientos años», musitó esperanzada en su agonía.

El declive de la esperanza religiosa nos está dejando huecos, abocados al materialismo ególatra, o aferrados los ansiolíticos, las livianas éticas new-age y los manuales de autoayuda. El 61% de los chinos se declaran ateos y solo el 30% de los británicos afirman creer en alguna religión. La perspectiva del hombre sin Dios es intimidante, a la intemperie frente al gran apagón. Y surgen los placebos: la vida eterna en un tanque helado. El animal se creyó Dios.

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