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Ignacio Camacho

La izquierda estúpida

Ignacio Camacho

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El terrorismo ha logrado uno de sus propósitos fundamentales: que la posibilidad de morir violentamente, descerrajado por una bomba en el metro o tiroteado al azar en una terraza, se haya convertido para cualquiera de nosotros en un gaje del oficio de la vida. Hay que aceptarlo con cierto estoicismo: la barbarie yihadista le ha encontrado las vueltas a la democracia. Es curioso cómo el mundo occidental ha tenido la suficiente inteligencia colectiva para crear el más refinado de los sistemas políticos y sociales y al mismo tiempo es capaz de desplegar la estupidez necesaria para no saber defenderlo con eficacia. Admitámoslo: somos víctimas de nuestra propia debilidad y podemos perecer por ella. Pero lo que de ningún modo podemos admitir es que seamos encima culpables, siquiera remotos, como pretende cierta izquierda. Esa izquierda tuerta, sectaria, ignorante, de un fanatismo hemipléjico, que cree que el fundamentalismo islámico es la nueva expresión, planetaria y radical, de la lucha de clases.

En su rencor antisistema, esa izquierda identifica en la violencia islamista una expresión radical de la lucha de clases

Todos esos tipos que en su infinita necedad sostienen que la violencia islamista es una respuesta a la agresión imperialista de Occidente, o la incapacidad europea para integrar a unos inmigrantes que se resisten a ser integrados, comparten en el fondo el mismo odio que sienten los terroristas a los valores de la sociedad abierta. Esa sociedad generosa que les permite desplegar su mentecato discurso de simpleza ideológica. Con una diferencia: los terroristas no se sienten culpables. No tienen ningún remordimiento por su furor liquidacionista. Y no hacen distingos en su designio exterminador, que por indiscriminado afecta también a los comprensivos defensores de su legitimidad moral o de sus supuestas causas atenuantes. Y se los piensan llevar por delante del mismo modo.

Por eso esta clase de izquierda, o de extrema izquierda, es la más estúpida de Europa. Porque en su rencor antisistema tiende a empatizar con los enemigos de la civilización de la que forma parte. Porque en su cerrazón resentida no comprende que ella también es el objetivo de un proyecto de destrucción global que la incluye. Porque en su indigencia doctrinaria confunde los motivos de su propia animadversión al capitalismo con las raíces de una guerra de religión iluminada por principios medievales. Porque ni siquiera percibe la incompatibilidad radical de su pensamiento (¿) laico con el delirio fundamentalista. Porque en su cósmica torpeza dogmática identifica en el enemigo un vago parentesco en vez de una amenaza.

Esta guerra la podemos perder por desidia, por ineptitud, por pusilanimidad, por timidez. La Historia está llena de casos así, de civilizaciones superiores que declinan dormidas en su confortable ensimismamiento. Puede ocurrir. Pero al menos debemos saber que llevamos razón. Lo que resulta de un entreguismo insoportable es morir creyendo que nos lo merecíamos.

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