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Luis Ventoso

¿Islamcalzón?

Ellas deben bañarse con ropajes rigoristas. ¿Y ellos?

Luis Ventoso

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En mi infancia, en la segunda mitad del siglo XX, recuerdo a las señoras enlutadas en las playas como una escena cotidiana del estío gallego. Bajaban a la orilla a mojar los pies, pues creían, tal vez con razón, que el yodo del Atlántico resultaba salutifero para varices y callosidades. De paso, daban un voltio y cotilleaban.

Algunas de las veteranas, casi siempre de extracción rural, completaban su luto con una pañoleta, también negra. Pensándolo ahora, su atuendo no difería demasiado de lo que denominamos «burkini». Pero existía una diferencia medular respecto a las musulmanas que hoy se bañan en las playas europeas enterradas en tela. En el caso español no existía un marcado mensaje religioso. Sencillamente un pudor secular convertía en impensable para aquellas mujeres el hecho de ponerse un bañador. Su comportamiento atendía a un costumbrismo atávico, unos hábitos culturales que también hacían insólito para ellas fumar, o bajar a la tasca a soplarse un vino.

La carga semántica del «burkini» es diferente. El móvil es la fe, en este caso la islámica, todavía minoritaria en Europa, un continente forjado por la marca judeocristiana. ¿Por qué una joven musulmana europea, que vive y trabaja aquí, no puede mostrar ni un centímetro de sus piernas y brazos en una playa? ¿Por qué debe bañarse tapada de pies a cabeza, empaquetada en unos ropajes encharcados? La respuesta está en una interpretación rigorista de la fe coránica: el cuerpo de la mujer debe ser preservado de las miradas impías, lo que implícitamente nos convierte en perversos impíos a todos los que tomamos el sol y chapoteamos con nuestras piernas, brazos y michelines al aire. El «burkini» no es una prenda inocua, alberga un mensaje.

El debate de Francia es complicado, resulta difícil decantarse (confieso que no tengo una opinión cerrada sobre si la máxima instancia judicial gala ha acertado o errado al dar luz verde al «burkini» en nombre de las libertades). Pero se ha prestado poca atención a un asunto revelador: ¿qué pasa con los novios y maridos que acuden a las playas junto a sus mujeres protegidas por el sacro «burkini»? ¿Rige también para ellos idéntica moral? ¿Van ataviados los gachós con un «islamcalzón», que los tapa de papada a tobillos? Qué va. Ellos sí pueden mostrar sus cuerpos, a veces con bañador chic y gorrita de béisbol. Es decir, el «burkini», ahora aceptado por Francia, refleja en las playas la condición subsidiaria de la mujer, que simplemente no disfruta de las mismas libertades que los hombres. Por eso me temo que hacen un poco el pánfilo las jóvenes occidentales que se han manifestado en bikini para defender el derecho de las musulmanas al «burkini». Tengan por seguro las activistas que si la fe islámica se convirtiese en mayoritaria en Europa, los días del bikini durarían un suspiro, porque en este debate ideológico la tolerancia no es un camino de ida y vuelta.

Algo chirría en una Europa que sale a defender con pasión el retrógrado «burkini», pero que calla -o aplaude- cuando se exige que se retiren los crucifijos de las escuelas. Amenas paradojas de la inmensa empanada multicultural.

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