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Infección populista

El ministro de Justicia erró al sumarse a la fiesta del sentimentalismo

Luis Ventoso

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Los jueces son humanos. Los hay buenos, regulares y pésimos. Muchos son auténticos eruditos del Derecho, que además trabajan con denuedo y discreción y resuelven los asuntos en plazo. Otros están encantados de haberse conocido y aspiran a convertirse en vedetes mediáticas, como un magistrado de menores que ha degenerado en «youtuber» parlanchín, u otros que han llevado su divismo al extremo de publicar sus autobiografías. Existen magistrados pasados de rosca, que tienden a arruinar vidas ajenas con sus manías persecutorias (y quien no lo crea puede darse un voltio por Lugo, por ejemplo). Con gran trompetería y pocas pruebas, abren casos de presunta corrupción que luego quedan en nada, pero que aniquilan las reputaciones de inocentes. Otros jueces pecan de inhibición: no trabajan a fondo los asuntos, no quieren jaleos, y acaban provocando que algunos golfos queden impunes. Sufrimos también a magistrados que en vez de aspirar a imparciales ejecutores de la ley llevan en la frente la pegatina de un partido. El dogma nubla su visión. Padecemos a jueces que ora son políticos y ora retornan al sueldo fijo del juzgado, al albur de cómo pinten las urnas. Vivimos en un país donde la magistratura está dividida de antemano en «conservadores» y «progresistas». Sus señorías no solo no se avergüenzan de tiznar su prestigio entregándose a un partidismo desaforado, sino que alardean de él dividiéndose en asociaciones totalmente politizadas. Habitamos en una España donde al Consejo del Poder Judicial, y muy notoriamente a su actual cabeza, se le agradecería que la notable diligencia que muestra para chupar cámara y practicar el corporativismo la dedicase a poner orden en la casa judicial, sancionando en plazo a magistrados reiteradamente negligentes –y hay casos sangrantes–; o peleando para que se resuelvan antes los pleitos, pues una justicia tardía no es justicia.

No hay colectivo perfecto, pues el ser humano es falible, y desde luego nuestros jueces deben de mejorar. Pero ello no es eximente para reconocer que el ministro de Justicia, Rafael Catalá, metió ayer la zueca hasta el codo cuando entrevistado por el elegante y hábil periodista Herrera se lanzó frívolamente a criticar al juez discrepante en la sentencia de «La Manada». La separación de poderes es una asignatura de Primero de Democracia. Lo que hizo Catalá, darle una patada en la espinilla a Montesquieu, es inadmisible, y más en un momento en que los jueces lideran la defensa de nuestra nación frente al separatismo. Lanzarse a criticarlos desde el ministerio del ramo supone un error político lamentable.

¿Por qué se le ha calentado la boca así a una persona preparada y sensata? Por la atmósfera del país: entre la demagogia de la llamada Nueva Política y el cainismo de ciertas televisiones, España se ha infectado del virus populista, que lleva a anteponer el termómetro de los sentimientos a los pilares jurídicos e institucionales. En lugar de intentar ganarse a los ciudadanos exponiendo sus puntos de vista, los políticos, PP incluido, se han lanzado a imitar al exitoso riverismo, que consiste en ir modulando el discurso al calor de lo que dicta el griterío tuitero del respetable.

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