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Feliz año

Hay gente extraordinaria que peleando en lo más difícil todavía anima a los demás

Luis Ventoso

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Dicen que los ordenadores funcionan en última instancia gracias a un código binario, combinaciones de ceros y unos. A veces me da por pensar que nuestra anatomía debe operar de un modo similar. Cuando estamos sanos, el código se combina a la perfección. Todo encaja y fluye con una normalidad casi milagrosa, pero que ni siquiera valoramos, pues la damos por descontada. Sin embargo a veces, por la lotería genética, o por hábitos de vida arriesgados, o por un contagio, un número de la secuencia salta repentinamente de su lugar natural. El sistema se trastoca, o se corrompe, e irrumpe el inesperado shock de la enfermedad, una realidad para la que nadie está preparado. La existencia de la persona entra entonces en otra dimensión, muy dura si la dolencia es de pronóstico retorcido. Las horas de la eternidad juvenil quedan atrás y se arriba a la orilla sombría de los desvelos en la noche, de las habitaciones impersonales de los hospitales, de la atosigante sensación de finitud.

Estas navidades, en un mediodía de neblina y fresco, llegué a una estación de tren del norte para la cena familiar. Al bajar del ferrocarril me esperaban las caras expectantes de mis seres queridos en el andén, que venían a recogerme. Nos subimos al coche. Cuando estábamos en la cháchara algo voceras de los primeros saludos, una mano golpeó la ventanilla situada a mi derecha. Me sobresalté y miré al cristal. Entonces vi la cara jovial de un amigo que vive exactamente al otro lado del planeta. Desde hace un tiempo, él pelea sin un solo comentario de queja contra una enfermedad seria, con los inevitables altibajos. Sabía que en los últimos días había pasado por el hospital y aunque veníamos en el mismo tren no lo había visto durante el viaje. Nos saludó con una cordialidad y un afecto que ensanchaban el ánimo. Su sonrisa irradiaba la luz del bien (y no estoy siendo lírico ni cursi, solo empírico). Verlo allí, con su presencia tranquila y cariñosa, supuso una enorme alegría, un auténtico regalo de Navidad. Fue además una lección de principios, un recado para esas horas absurdas en que sacralizamos fruslerías laborales, o posesiones materiales, cuando corremos como pollos sin cabeza tras la bisutería de lo trivial y lo frívolo (que es casi siempre).

Esta noche es fin de año. Habría que guardar un brindis, o un rezo –que a veces son lo mismo–, por todas las personas que navegan por las incertidumbres biológicas que un día nos zarandearán a todos. La sonrisa de mi amigo en el parking de la estación. Las lágrimas anoche de ella, que siempre ha sido tan valiente, pero que esta vez... La mirada ausente, extraviada en la nada, del padre o la madre que ya no se recuerdan. La rememoración serena, pero dura, de aquel cáncer superado. La congoja de un corazón que ya ha dado un aviso serio... Y siempre el único salvavidas en las horas desoladas: el amor.

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