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Rosa Belmonte

La felicidad (la, la, la land)

Quizá parte del éxito de la película musical tenga que ver con la absurda obsesión por ser feliz

Rosa Belmonte

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Cuando salí de ver « La La Land » tuve que ponerme varias horas de «Shoah» para que se me quitara el buen sabor de boca. Y la horrible visión de toda esa gente en el cine con cara de tontos (qué tentación la de mirar alrededor en lugar de a la pantalla). ¿Cómo es posible que una película mona como un gato arme tal escándalo de aprobación? Ay, esa lucha por cumplir los sueños, esas renuncias, ese salirse del coche y ponerse a cantar, esa operación de nostalgia (aparte del musical clásico y el francés de Jacques Demy, ¿no tenía el director nada mejor para homenajear que «Casablanca» y «Rebelde sin causa»?). Una declaración de amor al cine, dicen. Una declaración de amor al cine es una película de John Ford. Plano secuencia es el del principio de «Sed de mal». Reírse de la aversión al gluten lo hace «Portlandia» sin cursiladas.

Supongo que el éxito de la película tiene que ver con la absurda obsesión por la felicidad. Ahora nos salen con el hygge danés, que parece que es la felicidad de las pequeñas cosas. ¿Y tienen que venir de Dinamarca con un libro a decirnos eso? Pero si ya teníamos a Perec, Delerm y hasta a Francesco Piccolo con sus «Momentos de inadvertida felicidad» (si queremos que alguien nos dé la tabarra). Delerm hablaba del primer trago de cerveza, y Piccolo, del momento en que termina el ruido del centrifugado de la lavadora. O del principio de las películas porno, cuando van vestidos y no se conocen. La felicidad está en todas partes. Dos instantes de ayer. Uno, cuando el director del Museo de Cera trata de tapar con globos el pecho de la chica de Femen que irrumpió en la inauguración de la figura de Trump. Otro, esa maravillosa noticia de que Ciudadanos va a debatir en su congreso la conveniencia de dejar de citar a Adolfo Suárez. También me quedo con cosas más bonitas y atemporales. Con John Wayne arrastrando a Maureen O’Hara por los páramos en «El hombre tranquilo» o con Cary Grant rescatando a Ingrid Bergman de la casa de Claude Rains en «Encadenados». Los diálogos de amor de la película de Hitchcock los escribió Cliford Odets, que también es el autor de «Encuentro en la noche», de Fritz Lang, donde se produce este diálogo entre Robert Ryan y Barbara Stanwyck: «¿Eres feliz?». «Soy feliz». «No es verdad, eres como yo. Naciste, pero no te gusta». No sé si a esa amargada Barbara Stanwyck le habría gustado «La La Land». Seguramente sí.

Hace unos días fue muy comentado que Buenafuente sacó los colores en su programa a un invitado que le había mandado las preguntas que debía hacerle (le había mandado un montón de folios con las preguntas y las respuestas). Se trataba del psicólogo Rafael Santandreu, que promocionaba «Ser feliz en Alaska». En otros de sus libros también aparece la palabra felicidad. El objetivo es conseguirla. No es que no me guste leer sobre la felicidad. Ni siquiera creo que esos libros sean peores que otros de sociólogos y politólogos a los que no dejan de entrevistar como si fueran Voltaire resucitado. En el negociado de la felicidad por escrito prefiero a Alain, «el más periodista de los filósofos y el más filósofo de los periodistas”, como el propio Émile Chatrier, su nombre verdadero, se calificaba. Los «Propos sur le bonheur» no son un manual de instrucciones para ser feliz, pero según André Maurois habían salvado a muchos lectores de desesperaciones que ningún mal real justificaba. Quizá como «La La Land» por un rato. Pero ya teníamos «Cantando bajo la lluvia», el technicolor, las películas de Busby Berkeley y a Alain. Se la recomendaría a mi abuela.

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