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Isabel San Sebastián

Estado de guerra

Prefiero el riesgo de un inocente temporalmente encarcelado a veintidós masacrados

Isabel San Sebastián

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Lo afirmó rotunamente el expresidente François Hollande tras los atentados de París, aunque Europa se muestra olvidadiza a la hora de afrontar esta realidad terrible: «Estamos en guerra». Nos la han declarado hace tiempo los fanáticos del islamismo, empeñados en sembrar de muerte el mundo que aborrecen pese a disfrutar sin pudor de sus derechos y ventajas. Ellos viven aquí, incluso han nacido en muchos casos en la próspera UE, gozan de todo aquello que costó siglos construir a base de enorme esfuerzo, pero odian con fervor incendiario el significado del concepto «occidental» y lo que representa en términos de progreso esta civilización enemiga de sus dogmas. La libertad religiosa, política y personal, frontalmente opuesta a la sumisión que da nombre a su credo. La democracia aconfesional, antítesis de su teocracia. El pluralismo, incompatible con la verdad revelada a la que se aferran. La igualdad entre hombres y mujeres, ofensiva para su visión brutalmente machista de la sociedad. La superioridad tecnológica, científica, económica, cultural, militar y de todo orden, derivada de este modelo, que pone de manifiesto el éxito de nuestra apuesta y el fracaso de la suya.

Estamos en guerra civil, porque el enemigo está dentro y posee un pasaporte válido para transitar por el territorio Schengen, aunque incomprensiblemente no actuemos en consecuencia. Los últimos atentados del Reino Unido, Francia y Bélgica fueron perpetrados por individuos incluidos en los ficheros policiales como integrantes o simpatizantes de grupos islamistas extremadamente peligrosos. Salman Abedi, el asesino múltiple de Mánchester, procedía de una familia conocida por su cercanía a Daesh y había viajado recientemente a Libia (y también a Siria, según el ministro del Interior francés) con el fin de recibir entrenamiento terrorista. ¿Cómo es posible que anduviera suelto por las calles, sin vigilancia? Algunas fuentes británicas hablan de 22.000 posibles yihadistas afincados en dicho país y fuera de control. Es lícito sospechar que esa situación no difiera mucho de la existente en otros lugares de Europa donde un porcentaje de la población musulmana joven, que se cuenta por millones, se ha radicalizado respondiendo a las campañas de reclutamiento lanzadas por el califato criminal. España, afortunadamente, cuenta con unas Fuerzas de Seguridad bregadas en la lucha contra ETA, expertas en el arte de la infiltración y que pueden enorgullecerse de haber detenido a la mayoría de estos aspirantes a matarife antes de darles tempo a llevar a cabo sus planes. Su labor, no obstante, choca a menudo con el garantismo crónico de ciertos jueces biempensantes que, ante la menor duda, optan por dejar libre a un asesino en potencia. No son los únicos. Esa es la tónica dominante en un continente atacado que no ha asumido todavía la necesidad de defenderse con armas legales y humanas a la altura del desafío. Esto es, endureciendo los controles de las fronteras exteriores; privando de pasaporte a los sospechosos de querer viajar para integrarse en las filas de Daesh (como se ha empezado a hacer en Francia); impidiendo el regreso de los europeos que hayan combatido en las huestes del califato, o bien internándolos en cárceles de máxima seguridad nada más poner pie en Europa; multiplicando los presupuestos de seguridad y defensa; incrementando los efectivos policiales, con especial incidencia en los servicios de inteligencia, y reformando las leyes que sea preciso reformar en aras de proteger a la población amenazada. Porque aunque lo que me dispongo a escribir constituya un paradigma de lo políticamente incorrecto, prefiero el riesgo de un inocente temporalmente encarcelado a veintidós masacrados a la salida de un concierto.

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