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David Gistau

Dios colérico

Aquí no necesitamos partidas de activistas como los de Arran para que nos regulen el cupo de turistas

David Gistau

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En los veraneos de la Montaña -quiero hacer un club de gente que aún llama la Montaña a Cantabria- tenemos resuelto el problema de la masificación turística. Para empezar, gracias a haber tenido la astucia de interponer entre nosotros y el Mediterráneo pagano y bacante unas cuantas cordilleras y áridas estepas celtíberas por las que aún cabalga la sombra rebelde, inaprensible, de Sertorio. Estas defensas naturales antes las cuales dudaron legionarios y sarracenos, a pesar de que ahora existen autovías que confieren en el recuerdo un aroma glorioso a mis viajes de infancia, se antojan infranqueables para todo beodo sajón que se perfile en el horizonte vestido inadecuadamente, tocado con un sombrero mexicano y montado en un burro-taxi. Será embreado y emplumado en el puerto del Escudo y devuelto como admonición a Magaluf .

Fíjense hasta qué punto estamos a salvo de la oleada turística en la España oferente que arrancó cuando el desarrollismo que aquí ni siquiera rige el lema de «Everything Under The Sun». Ah, no. Aquí el Sol es tan escaso que aprendemos desde pequeñitos a escrutar los cielos nocturnos para leer en sus disposiciones estelares si al día siguiente habrá al menos un cuarto de hora de playa o si otra vez tendremos que consumir la jornada entera entre partidas de mus, digestiones pesadas y safaris de limacos con la capucha del impermeable puesta. Es más, casi me atrevería a decir que, si no necesitamos partidas de activistas como los de Arran para que nos regulen el cupo de turistas, es porque de ello ya se ocupa una fuerza sobrenatural, colérica, protectora de sus pagos sagrados, que se manifiesta con una lluvia pertinaz que espanta a todos esos espíritus flojos que en realidad creyeron que España es toda ella como el decorado en Almería de un «spaguetti-western» de Clint Eastwood cuando llevaba poncho. Cómo huyen hacia sus refugios meridionales esos turistas a los que tanto decepciona encontrarse en Santillana una colegiata de hace más de mil años en lugar de una discoteca.

Debo invocar, sin embargo, a ese Dios protector de la lluvia que mantiene regulado el tránsito de turistas en nuestras verdes praderas, que desata aguaceros en cuanto cruza la frontera regional ese turista en concreto que es el turista de más. Estamos agradecidos, qué duda cabe. Pero tal vez este año sea el Dios un poquito demasiado estricto. No amaina ni por casualidad. Cada mañana sorprendo a mi señora esposa escondida en un armario donde llora mientras contempla en el ordenador paisajes soleados de Cádiz. Y yo le digo que aguante, que precisamente nosotros, montañeses vocacionales, tenemos que resistir y dar ejemplo de pertenencia a los niños, que por cierto han echado musgo. Me dice el primogénito que por los menos está aprendiendo a jugar al fútbol en condiciones británicas, por si algún día lo llaman de la Premier. Me estoy acordando mucho de aquella frase de Mark Twain: « Mi invierno más agradable fue un verano en San Francisco ».

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