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Calles de Madrid

Otegui parece descubrir las contradicciones existentes entre el personaje mandeliano y el hombre ligado a un pasado repugnante

David Gistau

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Arnaldo Otegui se queja de que no podría caminar tranquilo por Madrid. Por Barcelona tampoco puede porque allí ocurre con él lo mismo que con el Bono de U2 si paseara por la Rambla: lo paran constantemente para hacerse selfis, para pedirle autógrafos, en definitiva, para consagrarlo como ídolo pop de los que llevan el instrumento oculto en una funda de contrabajo. Hosanas a Otegui en su burriquito cuando entra en la Barcelona de Lluch e Hipercor. Por otra parte, hay algo casi entrañable en el hecho de que la confederación tribal de la anti-España, a la que Pablo Iglesias tanta épica montaraz trató de parasitar cuando hablaba de tirotear el «franquismo lampedusiano» del 78 –en Podemos manda quien se sabe la palabra lampedusiano–, vaya derivando, entre los selfis de Otegui y el peinado de Puchi, a un remedo de «boy band» tipo los New Kids On The Block, que suena también, ahora que lo pienso, a pandilla de patio de cárcel que rapea sobre flatulencias en su «De Profundis».

Cuando Otegui habla de no poder pasear por una ciudad, al menos hay que reconocerle que él es una autoridad en la materia. No en vano, lo mismo como terrorista en activo que como extensión política, él fue uno de los ejecutores de un plan de limpieza étnico/política que hizo lo posible para que personas señaladas no pudieran pasear tranquilas por la calle. Pero no por temor a un insulto o una recriminación, como dice Otegui que sufre al pensar en las calles de Madrid cantadas por Loquillo. Sino por temor a un disparo en la nuca. En su propia tierra. En su propio hogar. Entre su propia gente. Sin poder siquiera discernir cuál de los vecinos sonrientes o de los parroquianos del bar de abajo es el que informa a ETA de costumbres y horarios. Cuán agradable debía de resultar salir a pasear por la calle al concejal o al empresario al que habían pintado una diana junto al portal de casa, al que habían difamado y desacreditado en campañas propagandísticas de preparación de un cadáver en las cuales participaba Otegui. Los que no podían pasear por la calle, Otegui, eran los Jiménez Becerril y los Gregorio Ordóñez, déjese usted de joder.

Otegui parece descubrir las contradicciones existentes entre el personaje mandeliano, profético de la paz, que le fabricaron en su endogamia de extramuros y que él abrazó abrumado de selfis, y el hombre ligado a un pasado repugnante del cual no reniega pero que creía haberse extirpado sólo por ponerse corbata mental y darnos a los demás lecciones de democracia. Sí, lecciones de democracia de Otegui, esta época es así. En este sentido, los viandantes de Madrid vendrían a ser para Otegui como el esclavo aupado a la cuadriga del general paseado en Triunfo. Sólo que no se trata de recordarle que es mortal, sino que es un cómplice de asesinos en serie pese a que todos los odiadores de España le aceptaron la liviana coartada política. No todo iba a ser juntarse con Évole.

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