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historia

Luis Candelas, el «enemigo público número uno» de Madrid del siglo XIX

El ladrón más temido de la capital nacido en Lavapiés fue condenado al garrote vil a los 31 años por 40 atracos. «¡Adiós Patria mía, sé feliz!», fueron sus últimas palabras

Luis Candelas, el «enemigo público número uno» de Madrid del siglo XIX abc

marta r. domingo

Una gélida mañana del 6 de noviembre de 1837 cientos de madrileños se congregaron en la plaza de la Cebada para presenciar cómo el garrote vil terminaba de forma lenta y cruel con la vida de Luis Candelas (1806-1837), el bandido madrileño más famosos de la época. «He sido pecador como hombre, pero nunca se mancharon mis manos con sangre de mis semejantes. Adiós patria mía. Sé feliz». Estas fueron sus últimas palabras. El delincuente más buscado del siglo XIX había sido condenado a la pena capital –se aplicaba a los criminales más odiados– por cometer 40 robos.

Luis Candelas no fue un delincuente común. Lo suyo fueron asaltos preparados de forma meticulosa. Era un hombre astuto. Sabía salir airoso de los enredos en los que se inmiscuía. Para él, los barrotes de la prisión tampoco eran un obstáculo. En su historial se registraron seis fugas carcelarias, que logró consumar entre sobornos y ardides.

Fue un ladrón atípico, ya que fue capaz de compaginar la delincuencia con un puesto al frente de la sección del Resguardo de tabacos en Madrid. Este puesto como funcionario del Estado lo logró estudiando por su cuenta porque fue expulsado del colegio San Isidro, cerca de Lavapiés , donde vivía. Solo duró dos años en esta escuela: le echaron por devolver una bofetada a un jesuita.

Desde entonces, su escuela fue la calle. A los 19 años ya había adquirido la fama de el «pedreas» por los cascotes que les tiraba a los chavales de otros barrios. Y así se ganó el primer encontronazo con la justicia una noche de 1823, cuando lo detuvieron deambulando por la plaza de Santa Ana. Dos años más tarde, cuando se produjo su primer ingreso en la prisión de El Salador, en la plaza de Santa Bárbara, ya era conocido como como el «espadista», porque utilizaba una ganzúa para acceder a las casas que asaltaba.

Robó la amante a Fernando VII

Después de perpetrar los atracos se esfumaba y hacía creer a la Policía que había huido al extranjero, cuando en realidad se transformaba en Luis Álvarez de Cobos, un rico hacendista de Perú. Con esta otra personalidad acudía así a las fiestas de la alta sociedad, cuando de noble no tenía nada: su padre era carpintero. Otra prueba de su osadía fue el amorío que mantuvo con Lola La Naranjera, a la que también rondaba Fernando VII.

En enero de 1837 el Diario de Avisos de Madrid publicaba la orden de caza y captura del bandido madrileño que ya se había convertido en el más famoso y temido de la época. Los carteles con su imagen coparon todos los muros de la ciudad. Pocos meses después fue apresado y condenado a muerte. Había cometido dos errores graves: se metió en las casas de dos personas intocables para la Reina María Cristina.

Erró al asaltar a la diligencia del embajador de Francia en Torrelodones porque le sustrajo no solo dinero y joyas, sino también unos documentos confidenciales y comprometedores. Su segunda equivocación que le valió la pena de muerte fue tomar la casa de la acaudalada modista de la Reina regente María Cristina de Borbón Dos Sicilias.

Pidió el indulto a la Reina

La sangre fría que tenía para cometer los delitos se le fue atemperando según se acercaba el momento de enfrentarse a la tremenda perspectiva del garrote vil. Al ver que esta vez los sobornos no podrían esta vez liberarle de su sino, recurrió a rogar el indulto a la monarca.

«Señora, Luis Candelas, condenado por robo a la pena capital, a V.M. desde la capilla acude reverentemente. Señora, no intentará contristar a V. M. con la historia de sus errores ni la descripción de su angustioso estado. Próximo a morir solo imploro la clemencia de V. M. a nombre de su agusta hija, a quien ha prestao servicios y por quien sacrificaría gustoso una vida que la inflexibilidad de la ley cree debida a la vindicta pública y a la expiación de sus errores. En que expone es acaso el primero de su clase que no acude a V. M. con las manos ensangrentadas. Su fatalidad le condujo a robar, pero no ha muerto, herido ni maltratado a nadie. ¿Y es posible que haya de sufrir la misma pena que los que perpetran en esos crímenes? He combatido por la causa de vuestra hija. ¿Y no le merecerá una mirada de consuelo?». Murió a los intensos 31 años.

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