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De percebeiras a guías turísticas

Un grupo de mujeres de Rinlo (Lugo) han decidido hacer de su profesión un reclamo turístico para mostrar al visitante los entresijos de una labor ancestral

De percebeiras a guías turísticas miguel muñiz

patricia abet

Bajo las casas de Rinlo, una pequeña localidad de la Mariña lucense, el mar esculpió cuevas en las que ahora se crían los percebes. El fenómeno, similar al que erosionó la playa de As Catedrais , otorgó a este pueblo costero una particular orografía que se completa con el colorido y la singular disposición de las viviendas marineras. Apiñadas como si de un racimo de percebes se tratase, las edificaciones se protegen así de los fuertes vientos que suelen azotar el pueblo. La estrechez de sus calles, por las que el tiempo discurre pausado, también ayuda a encarar los envites de los temporales. A pie de cofradía, Esperanza explica que las casas de Rinlo tienen dos alturas porque en la planta baja se hacía vida y en la de arriba se guardaban los aperos del mar. «Si tenía tres pisos, es que esa familia era pudiente», apostilla con sorna esta percebeira con medio siglo de oficio a sus espaldas.

Desde hace unos meses, y en el marco de una experiencia piloto puesta en marcha por el concello de Ribadeo, Esperanza y algunas percebeiras más realizan rutas por el pueblo y su litoral. Reconvertidas en guías turísticas, estas mujeres explican de primera mano al visitante lo que implica vivir de este oficio. «Lo primero que aprendes cuando bajas a recoger percebes es que nunca le puedes dar la espalda al mar, es traicionero», comenta Julia. Es la hija de Esperanza y representa la tercera generación de una casta de mujeres acostumbradas a danzar entre las rocas esquivando las olas. Esperanza y Julia encabezan esta mañana al grupo de escolares que está de visita en Rinlo. Seguras en su hábitat, señalan por dónde se puede pasar y por dónde no, mientras muestran las herramientas con las que unos ochenta días al año recogen los percebes. Un traje de neopreno y una cesta atada a la cadera son su uniforme. En la mano, «gancho» y «bisponda». Y una norma insalvable: nunca se baja sola.

«La ola siempre llega»

Bordeando la costa de Rinlo, la mayor de las guías se confiesa. Cuenta que hace cuatro años perdió a su hermana mientras recogían percebes. Se la llevó un golpe de mar. «Yo no he vuelto a esas rocas», reconoce para aclarar que el mar es su medio de vida y que sigue mariscando porque «no quiero dejar sola a mi hija». Entre las losas, la experiencia es un grado y la docena de percebeiras de Rinlo lo saben. «A veces ves el mar calmo y piensas que puedes cruzar, pero las que saben te dicen que no. Que esperes. Y llega la ola».

Entre parada y parada, madre e hija van desgranando al visitante los secretos de Rinlo. Como el del faro que corona una casa indiana levantada en medio del pueblo y que un emigrante retornado mandó construir a principios del siglo XX para dirigir a los marineros. Se trata del único faro privado de toda la costa cantábrica. Unos metros más adelante, Esperanza se para ante un reloj y lo señala. «La maquinaria con la que funciona es la misma que la del reloj de la Puerta del Sol, así que igual este año nos tomamos aquí las uvas... o mejor, los percebes», bromea consciente del valor que este producto alcanza con la llegada de la Navidad.

«En mi casa nunca han faltado los percebes porque mi madre también los recogía, pero antes no eran tan apreciados. La gente los tiraba para abonar la tierra, igual que centollos», comenta ante la sorpresa de los estudiantes. También desvela que el color de las redes de antaño se lo daban las algas que se secaban en una casona cercana que llamaban «la tintotería». En ella se deshidrataba la cáscara de pino y se machacaba para convertirla en colorante. Igual que con las algas, que también eran abono para el huerto.

Muy cerca de esta particular tintorería ahora abandonada está el lavadero del pueblo. Un punto de encuentro y «chismorreo» que se sigue frecuentando «pese al uso de las lavadoras». Al menos dos veces al año, se usa para lavar las alfombras de las casas. En sus exteriores, «la ropa aún se pone a clarear», comentan las guías de este recorrido por las tradiciones costeras.

Papel en mano para no perder detalle de la ruta, Esperanza y su hija dirigen al grupo por los recovecos del pueblo hasta llegar a la sede de la antigua lonja. Allí llevaban los pescadores del municipio los ejemplares del día. La venta, a diferencia de lo que acontece hoy en día, no se hacía por kilos sino por «paladas». En este mismo edificio, ahora transformado en una cafetería, las percebeiras de Rinlo se reunían antes de salir a faenar. «Llegábamos y mirábamos el barómetro (que aún se mantiene en la fachada). Si la previsión era buena, bajábamos al mar, siempre en grupo», cuentan.

La previsión meteorológica ya no es un problema para estas trabajadoras, pero sí los furtivos. «Vienen por la noche y esquilman el percebe», lamentan quienes viven de la venta de este preciado crustáceo. «Nosotras hacemos guardias para controlarlos y cuando los vemos llamamos al Seprona, pero no podemos enfrentarnos porque también traen a su propia gente, que los avisa si hay peligro», detalla Julia.

La ruta por la historia de Rinlo finaliza poco después de que la marea suba, momento en el que las perceberias deben apurar para recoger los cinco kilos de percebe que la ley les permite extraer de las rocas al día. Después, queda elegir el producto sentadas en las rocas antes de venderlo. La conclusión final es unánime: «Igual los percebes no son tan caros como nos parecía...».

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