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arte

El sueño frustrado de Eduardo García Benito

El pintor e ilustrador para «Vogue» y «Vanity Fair» llegó a «diseñar» su propio museo en Valladolid. El proyecto no prosperó. La Diputación guarda parte de su obra entre sus fondos no expuestos al público

El sueño frustrado de Eduardo García Benito f.Heras

guillermo garabito

Al entrar en el fondo artístico de la Diputación de Valladolid el frío del lugar, necesario para conservar en perfecto estado las obras de arte, agudiza la mirada. Es necesario abrigarse al cruzar el umbral y se viene a la cabeza la imagen de un cadáver fresquísimo, perfectamente conservado allí mismo; y en parte los hay. Cada obra que allí se guarda es un recuerdo vivísimo de su autor y de García Benito había muchos de los que tirar.

El pintor Eduardo García Benito usaba un aire de silencio, de haber vivido mucho y contado demasiado poco. Poco o nada de sus triunfos, ni de sus proyectos venidos a menos, como aquel flamante museo que quiso tener un día en pleno centro de Valladolid para guardar su obra y su memoria.

Nació en 1891 junto al Pisuerga y el Esgueva y a los veintiún años fue pensionado por el Ayuntamiento de Valladolid para continuar sus estudios en París. Aquel París de la bohemia donde por entonces se cocinaba -durante las dos primeras décadas de siglo XX- toda la renovación de la pintura entre el trajín de la absenta y un azul Picasso que lo envolvía todo; porque «hacia 1920 ya no se volvió a hacer nada nuevo en el arte».

Habría en París noches de luna pálida, de una luna resacosa y áspera, como ausente, que flotaba sobre el barrio de Montmartre: la ciudad era una fiesta que escribiera Hemingway -mientras vivía sobra una serrería- y nadie quería perdérsela. Por aquel barrio, García Benito entabló amistad con los artistas más destacados del momento que despuntaban en la ciudad de la luz: Juan Gris, Pablo Piscasso e incluso Modigliani, que con menor suerte por entonces, cambiaba sus cuadros por platos de comida caliente los días que el restaurante de Rosalía estaba cerrado. Con todo, aquel París a buen seguro bien valía algunas noches de hambre.

Provocaba la ciudad entre los artistas y escritores de la época un frenesí de creatividad y un afán de experimentar y romper con lo establecido, una suerte de renovación donde nadie quería ausentarse. Precisamente de aquellos años eran las tertulias de taberna donde coincidió, de refilón, con César González Ruano, quien al confesar la mitad de su medio siglo años después, no acertaba a recordar correctamente el nombre del nuestro pintor al que bautizó como José Benito. En París, según el propio González Ruano, «un muchacho que llegó con tan solo dos patrimonios perfectamente incomerciales: diecisiete años y su partida de nacimiento, se convirtió allí en el dibujante cuyos diseños imponían la moda. En el creador de elegancia que daba lecciones a la ciudad más elegante del mundo».

Los felices años veinte

La pintura de García Benito bebió de todas las tendencias de la época para encontrar un estilo personalísimo y propio. Se movía entre el fauvismo, el cubismo emergente, tocó de largo el futurismo y refulgió en el art-deco del que, a día de hoy, sigue siendo su máximo exponente. Entre la maraña de artistas que pululaba aquellos días por la ciudad en busca de la fama, no era fácil darse a conocer; la beca del Ayuntamiento se agotaba. Paul Poiret, el afamado perfumista al que retrataría en su deslumbrante obra «Monsieur y Madame Paul Poiret», le llevó a conocer en su casa a Conde Nast, magnate de los negocios y editor norteamericano que le encargaría realizar portadas nada menos que para Vogue y Vanity Fair. Un encargo de ensueño que le permitió vivir los felices años veinte retratados con nitidez en El Gran Gatsby de Scott Fitzgeral. La «belle époque» de lujo y desenfreno, a caballo entre Nueva York y París, pues según el mismo decía, con lo que le pagaban por una sola de las portadas -a mil dólares la pieza- podía vivir tres o cuatro meses entre aquel trepidante ritmo cosmopolita sin ninguna clase de apreturas.

Contaba que se arruinó dos veces. La primera en aquel jueves nefasto de 1929 donde muchos pensaron que se acababa el mundo y para otros se acabó. Una segunda años después, en la década de los cincuenta; decía de una elegante exmujer francesa que le dejó tiritando.

Regresó a Valladolid en el año 1962 más bien falto de recursos económicos, a la vez que le nombraban Académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción. De entonces fue su sueño frustrado de convertir la antigua iglesia de La Pasión, hoy sala de exposiciones, en un museo con su nombre para albergar gran parte de su obra. Veía en aquel templo barroco, encastrado entre modernas edificaciones que lo habían ido acorralando con el paso de las décadas, la posibilidad tentadora de la posteridad. La idea ineludible de dejar en su ciudad natal su recuerdo para siempre visible, monumental, a través de un museo con su nombre. Se llevaron a cabo numerosas negociaciones con el Consistorio de la ciudad. García Benito pedía, además del museo, que se le consiguiera una vivienda cercana, en alguna de aquellas edificaciones nuevas conjuntas al hipotético museo. Todo ello para estar cercano a sus cuadros, explicaba. Pero todo quedó en un proyecto bien planificado para el que, incluso, había dibujado, de su puño y trazo, el orden y disposición de cada cuadro. Ese boceto, larguísimo y preciso lo conserva hoy, entre sus fondos artísticos, la Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción como testimonio del deseo incumplido del que fuera académico de la misma.

Años más tarde, en 2009 -ironías de la vida- la antigua iglesia de La Pasión, ya conversa en sala de exposiciones, acogió una muestra retrospectiva de la obra del pintor. Del espacio soñado colgaban muchas de sus obras de forma momentánea y colorida. Lienzos con el Sena extasiado, bellas mujeres de sutil elegancia o aquellos toreros de luces que empezó a pintar a su regreso a España porque se vendían bien.

En los últimos años de vida del pintor, se llegó a un acuerdo con la Diputación Provincial de Valladolid para ser pensionado hasta el final de sus días a cambio de la cesión de muchas de sus obras tras su muerte. Precisamente las que hoy se conservan en esta institución: portadas, grabados y lienzos, hasta sumar más de un centenar, entre los que se cuenta una serie de grabados inéditos sobre La vida del Buscón de Quevedo. La profesora y crítica de arte Teresa Ortega Coca, que es la gran estudiosa de la obra del pintor vallisoletano, ha sido también la encargada de conservar su recuerdo en las últimas décadas a través de exposiciones y diversas publicaciones.

Con frecuencia García Benito anhelaba París y lo que había supuesto para él. Solía decir que en sueños había vuelto a contemplar el Sena. «Y digo contemplar y no mirar o ver» porque «contemplar es distinto. Contemplar tiene significado de hechizo, placer y ensimismamiento» escribía el pintor. En Valladolid, de su fama sólo quedaban abuelas que le pedían retratos de sus nietas mientras él, con resignación ya cansada, esbozaba vagos trazos sobre el papel, que se parecían más o menos según el día. Y la mujer, sujetando a su nieta, no paraba de repetirle que lo firmara, que no olvidara firmar el dibujo. De los aires parisinos, de la Nueva York de su juventud, únicamente quedó un chaleco amarillo de terciopelo gastado que se ponía cada día para pasear su fama olvidada y su nostalgia desde su casa del 4 de Marzo -junto al río- hasta el Círculo de Recreo y vuelta a la monotonía del día siguiente. Murió en 1981 un martes primero de diciembre, con bruma, sin colores.

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