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UNA RAYA EN EL AGUA

Los muros de la vergüenza

Con su denuncia de los muros emocionales, el Rey ha señalado que el nacionalismo no es una ideología, sino un sentimiento

Ignacio Camacho

Los premios Princesa de Asturias acaso sean la mejor operación de propaganda de la Corona. Una idea brillante y bien plasmada que vincula a la Monarquía española con las expresiones más excelentes de la cultura internacional y la proyecta al mundo como referencia de mecenazgo. Para una institución que funciona a base de intangibles se trata de una valiosa plataforma desde la que lanzar mensajes de liderazgo intelectual, científico, humanístico y político. Y al igual que sucedió con el actual Rey antes de serlo, la futura presencia de Doña Leonor en la ceremonia de entrega representará en su momento una perfecta expresión de la continuidad dinástica.

En ese contexto el discurso real en Oviedo es el más importante de cada año tras el de Nochebuena. Ante un auditorio planetario, el Monarca verbaliza junto a la habitual laudatio de los galardonados una visión personal del momento de España. Acostumbrado desde su etapa de Príncipe a formular ese alegato de valores, Felipe VI ancló su intervención del viernes en el principal problema de la nación para reafirmar los principios de legalidad constitucional y de cohesión unitaria que constituyen los pilares de la convivencia democrática.

Quizá por primera vez desde la restauración monárquica, la Corona ha sido explícita sobre los peligros de la exclusión que propugna el separatismo. Con su denuncia de los muros emocionales que fracturan la concordia y dividen a la sociedad, el Rey señaló directamente una realidad a menudo ausente o elíptica en el lenguaje político al uso: la de que el nacionalismo no es una ideología sino un sentimiento rupturista. Una creencia que empobrece y aísla y que por tanto no puede ser tenida en cuenta en la organización de las relaciones que articula el Estado. No es frecuente que nuestra clase dirigente aborde la cuestión del soberanismo desde este prisma imprescindible; en la política convencional domina un tacticismo electoral que tiende a contemplar los desafíos nacionalistas desde una perspectiva relativista y apaciguadora. Pronunciadas desde la simbólica escenografía asturiana, zona cero de la españolidad histórica, las palabras de Don Felipe saltaron sobre los obligatorios márgenes de ambigüedad que rigen sus alocuciones para trazar una invisible línea de defensa moral de la memoria común y de los intereses generales frente al desafío particularista que proclama la superioridad identitaria –«el rechazo del otro»– y trata de blindarla mediante diques excluyentes construidos con fantasías mitológicas.

En una fiesta de exaltación del talento con gran repercusión exterior, la carga política del discurso fue un mensaje de primordial importancia. En boca del máximo representante de la nación vino a indicar ante la comunidad internacional que el conflicto catalán no es sólo un problema para el Estado sino una amenaza para el concepto mismo de España.

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