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EL CONTRAPUNTO

Madrid y el hijo pródigo

El balance de gestión de González no cuadra con su defenestración, salvo venganza o información inconfesable

Isabel San Sebastián

Nunca me ha gustado la parábola del hijo pródigo. Soy madre y, como tal, conozco bien el amor incondicional asociado a la infinita disposición al perdón. Dicho lo cual, si uno de mis dos hijos se dedicara a deshonrar mis principios dilapidando al mismo tiempo mis ahorros, mientras el otro trabajaba duro en aras de cumplir con su deber, jamás cometería la injusticia de premiar el arrepentimiento del primero por encima del mérito acreditado por su hermano. Eso sería tanto como decir a este último que su esfuerzo resultaba inútil, su rectitud, prescindible, y su hombría de bien, casi nada.

La parábola del hijo pródigo, seguramente mal entendida y peor aplicada, explica muchas de las lacras que afligen a la sociedad española. El desprecio absoluto por la excelencia, cuando no su castigo feroz. La envidia a la que se hace acreedor el triunfador, especialmente si se niega a pedir perdón por su éxito. Esa tendencia tan nuestra a minusvalorar la iniciativa o la perseverancia, atribuyendo a la suerte un papel protagonista en nuestras vidas. El escaso o nulo entusiasmo que despierta la aventura del emprendimiento con respecto a la perspectiva de vivir bajo el paraguas protector de papá Estado... Pues bien, esta metáfora bíblica se ha materializado en Madrid, donde Ignacio González presenta un balance de gestión difícilmente mejorable con arreglo a las líneas maestras del ideario popular, que no le ha valido ni la reválida como candidato ni siquiera una llamada de Rajoy agradeciendo sus servicios.

Fiel al mandato de esta historia supuestamente ejemplarizante, el Gobierno del PP se mostró desde el principio tan comprensivo con las comunidades díscolas como implacable con las cumplidoras. A Cataluña, Andalucía o Castilla-La Mancha, que baten récords de déficit y deuda pública, no les faltó crédito ni financiación, mientras Madrid, con las cuentas más saneadas del Reino, una deuda situada casi en la mitad de la media nacional, el déficit a raya, seis puntos menos de paro y los impuestos más bajos de todo el mapa nacional, se le recortaban mil millones de euros sin otro motivo que la certeza de que nadie se echaría al monte con lamentos o amenazas. Madrid se empeñó en honrar la promesa de reducir la presión fiscal que soportan sus ciudadanos, y lo consiguió, pese a la insistencia del ministro Montoro en que el inquilino de la Casa de Correos se alineara con su política de «donde dije digo digo Diego» y optara por el camino fácil de incrementarla. Madrid jamás ha renegado de España ni de la solidaridad necesaria hacia el resto de los españoles, que practica desde hace lustros sin rechistar. Madrid ha logrado contra todo pronóstico abastecerse en los mercados financieros, esquivando de ese modo el veto impuesto por Moncloa a la banca nacional y la pretensión de que agachara la cabeza ante el Fondo de Liquidez Autonómica, perdiera una soberanía económica que nunca se ha discutido a Artur Mas, aunque a González se le habría laminado de cuajo, y se viera abocada a subir los impuestos. Madrid ha sido el espejo en el que algunos no quieren mirarse por miedo a reconocerse en palabras que se llevó el viento.

Llegada la hora de rendir cuentas, esta rebeldía a la autoridad jerárquica, esta lealtad al programa y las convicciones, antes que a la conveniencia o la coyuntura, parece haber pesado más que el resultado contante y sonante de una forma de hacer política. El presidente madrileño fue el único de su partido que rehusó firmar en su día el acuerdo de política fiscal, desoyendo las advertencias de unos y otras, y lo ha pagado caro. Le empujaron para que tirara la toalla, pero resistió, lo que a todas luces ha motivado esta defenestración inmisericorde. Salvo que el Gobierno posea información que debería estar en manos de un juzgado, lo cual convertiría el asunto en algo mucho más grave...

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