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VIDAS EJEMPLARES

Pensamiento mágico

Lo que puede y no puede hacer un Gobierno

Luis Ventoso

LA mentalidad española es más estatalista que individualista, más intervencionista que liberal. El primer reflejo es acudir al Estado, buscar en él culpas y soluciones, en lugar de centrar el foco en la responsabilidad y la capacidad de las personas.

Un maquinista se despista, entra a 179 km/h en una curva limitada a 80 y provoca una tragedia. En lugar de admitir el error humano, la primera reacción es mirar al Estado, a ver por qué diantres no ha blindado esa curva. Si un niño pierde la cabeza y mata con una ballesta a un profesor, se inicia de inmediato un estéril debate sobre el colegio y la inspección, en lugar de admitir que siempre habrá desarreglos mentales, o de ahondar en los valores familiares y de amistad de los chavales. Si una provincia es un páramo industrial, se demanda al Gobierno autonómico que haga algo. Su solución suele ser plantar un parque empresarial en medio de la nada, que criará rastrojos en breve, y encargar cuatro informes para que chupen fondos públicos un par de consultoras amigas y algún diputado afín. No se ha asumido todavía lo elemental: las empresas y el empleo vienen del talento y esfuerzo de los empresarios. Cuando nos ponemos colorados con el fracaso escolar, a pesar de que invertimos más que otros países, se empieza a maquinar la enésima reforma educativa. Pero nunca se hablará de que las familias están descuidando la formación de sus hijos, o de que tal vez nuestro siempre reivindicativo profesorado no trabaja como debería.

Ese pensamiento mágico se extrema cuando se habla del Gobierno, al que se conceden atribuciones milagreras totalmente irreales. Una gran parte de nuestro entorno regulatorio viene ya marcado por la UE, que ha trazado infinidad de líneas rojas que restringen la acción de los Ejecutivos nacionales. Luego, en la práctica, todo lo medular –educación, sanidad y justicia– lo gestionan las comunidades. Por último, la economía bascula en gran medida al albur de la coyuntura europea y mundial –¡quién nos iba a hablar del petróleo a 30 dólares!–; y de que acuda la inversión extranjera y emerjan empresarios valiosos, de los que crean riqueza real con la simple fuerza de sus ideas.

Al Gobierno hay que pedirle poca cosa. Mayormente, que no haga el indio. Un entorno de seguridad jurídica, orden contable y que garantice las prestaciones sociales elementales. Poco más. ¿Fácil? Pues tampoco. Vivimos en un país donde campan la arbitrariedad y la indefensión, donde un juez fija una fianza de 800 millones de euros y luego viene otro y dice «uy, ¡que te has pasao, Andreu!», y la baja a 34 (sin que le ocurra nada al que se columpió). Donde una posible evasión fiscal aún no demostrada se convierte en la detención de Hannibal Lecter, con posible soplo incluido de un funcionario enrolado en el PSOE, según ha descubierto ABC. Donde toda la reforma de la Justicia de un ministro la tumba el siguiente, sin una sola explicación de quien encargó la primera y la segunda. Donde el saneamiento de la banca que no nos iba a costar un duro nos costó un rescate. La solución no está en las utopías telegénicas. Bastaría con un aburridísimo Gobierno de centro que construyese un soso país normal.

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