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EL ÁNGULO OSCURO

Desvaríos materialistas

La negación de la realidad sustancial y permanente del alma ha convertido la psicología en un batiburrillo informe que sólo estudia «accidentes»

Juan Manuel de Prada

LA tragedia aérea reciente nos permite una reflexión sobre los desvaríos de las sociedades que niegan las realidades sobrenaturales. Por supuesto, se trata de una reflexión que sonará extraña a positivistas, materialistas, empiristas y, en definitiva, a todos aquellos que, por prejuicios filosóficos, escrúpulos metodológicos o simple desinterés rechazan todo intento metafísico de explicar la realidad por sus causas últimas y recurriendo a entidades cuya sustancia (¡hablamos de Aristóteles!) no se somete al método científico. Huelga añadir que esto excluye a la mayoría de nuestros contemporáneos; pero una de las ventajas de hacerse viejo es que, como el personaje del romance, uno sólo dice su canción a «quien conmigo va», dejando a los demás tan contentos con su sordera; y también que uno aprende a escribir sin respetos humanos.

El primer desvarío es de naturaleza trágica. La negación de la realidad sustancial y permanente del alma ha convertido la psicología en un batiburrillo informe que sólo estudia «accidentes», percepciones o fenómenos psíquicos, sanos o averiados. Pero, una vez negada la existencia del alma, resulta del todo imposible comprender (y mucho menos combatir) enfermedades como la que pudo conducir al piloto Andreas Lubitz a estrellar el avión con todos sus pasajeros dentro, que no son meras enfermedades de los «accidentes» psíquicos, sino enfermedades de la sustancia anímica, invadida y gangrenada por lo preternatural. Al negarnos a considerar las enfermedades del alma, nuestro destino inevitable es padecer cada vez más enfermos de este tipo, como la experiencia (¡viva el empirismo!) demuestra. Cada vez tendremos más tipos que estrellan aviones, más tipos que ametrallan niños en las escuelas, más tipos que descuartizan mujeres, etcétera. Antaño, cuando se creía en la existencia del alma, se les llamaba endemoniados; hoy, más fina y erróneamente, los denominamos psicópatas.

El segundo desvarío es más de naturaleza tragicómica. En las sociedades religiosas, la vida es una preparación para la muerte, en la que el principal empeño del hombre es la salvación de su alma (que será la que, a la postre, le permita que su cuerpo disfrute algún día de la gloria). En las sociedades materialistas, por el contrario, la vida se ensimisma en la conservación de su pobre realidad material; y se nos promete que la ciencia, la técnica, la democracia, la gimnasia y la dietética (¡el sacrosanto progreso!) velan por la gloria de esa vida material (aunque, a la postre, tales promesas pamplineras se resuman en un saludabilísimo cadáver con el alma agusanada). En una sociedad religiosa, una tragedia aérea como la que acabamos de padecer serviría para escuchar sermones cojonudos sobre el poder igualitario de la muerte, sobre la obligación de mantener nuestra lámpara encendida (porque no sabemos ni el día ni la hora) y sobre la necesidad de amontonar tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los corroa, ni ladrones que los roben; y con esto y con rezar por el alma de los muertos, la gente hallaría consuelo y alegría. En una sociedad materialista, en cambio, andamos como zascandiles buscando cajas negras, identificando genéticamente higadillos, hurgando en el cesto de la ropa sucia del piloto Lubitz, convocando minutines de silencio («la cáscara vacía de la oración», los llamó Foxá) y disparando responsabilidades civiles y penales por doquier; pero ninguna de estas mamarrachadas nos va a devolver a los muertos, ni mucho menos va a procurar la salvación a sus almas.

Y telediarios, muchos telediarios, que son los sermones cretinizantes y aturdidores con que se adormece a las sociedades materialistas.

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