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EL ÁNGULO OSCURO

Miura

Ante un miura, nuestro sentimiento trágico de la vida se hace más hondo

Juan Manuel de Prada

ABC ha concedido su premio taurino a la ganadería de Miura, los ásperos toros de la finca de Zahariche que les pararon el corazón al Espartero y a Manolete. Al premiar estos toros legendarios cuyo mero nombre infunde miedo, ABC acierta de pleno, pues en un miura se sintetiza todo lo que la fiesta de los toros significa.

Los animalistas siempre han pretendido presentar al toro de lidia como si fuera una mezcla de Ferdinando, aquel torete sarasa y relamidín que se extasiaba oliendo las florecillas del campo, e Idílico, aquel cabestro que indultó José Tomás, que no hacía otra cosa sino trotar en círculo, como si acabase de escapar de un tiovivo para niños lactantes. Pero lo cierto es que el toro –Foxá dixit– no es un animal democrático, sino una fiera totalitaria. Algo de esto han intuido los pelmazos de la literatura antitaurina, desde Jovellanos al inefable Eugenio Noel, con su cara de mejillón cocido y sus bigotes a la boloñesa, que unánimemente han tachado las corridas de toros de fiesta contraria al progreso y la democracia; en lo que tienen más razón que una legión de santos. Pues, para hacerlo demócrata, al toro de lidia habría que infundirle las virtudes de la templaza y la mansedumbre que adornan a los bueyes de Kobe o a las vacas holandesas y suizas.

El progreso y la democracia son hijos del pensamiento lógico y cartesiano, incapaz de entender que todo el esfuerzo y la inversión del ganadero se dilapiden en unos pocos minutos, entre pases de franela roja, sin posibilidad de sacarles partido comercial. El pensamiento lógico y cartesiano (o sea, democrático), puesto a imaginar un animal con cuernos, piensa en ordeñadoras de aluminio, en piensos compuestos, en leche pasteurizada, en solomillos inyectados de clenbuterol. Pero el pensamiento del español viejo siempre fue intuitivo y catolicón (o sea, antidemocrático); y, puesto a imaginar un animal con cuernos, piensa en un miura revirado, azuleante de tan negro, que quiere reventarle el corazón al torero, para buscarle las sílabas rotas de sus latidos, como en un libro desencuadernado. Por eso en los países democráticos la aristocracia bovina la representan las vacas lecheras; y por eso en España (o siquiera en la España que resiste numantinamente las modas foráneas) la aristocracia bovina la representan los miuras. Porque ante un miura nuestro sentimiento trágico de la vida se hace más hondo; porque Miura es a España lo mismo que Esquilo a Grecia.

El pensamiento lógico y cartesiano, como no cree en la otra vida, no quiere saber nada de la muerte, que disfraza de blanco y envuelve entre gasas antisépticas, inyecciones de morfina y eutanasias de rostro amable; por eso sueña con vacas pastueñas, blanquitas o todo lo más moteadas como un gabán de señora. El pensamiento intuitivo y catolicón del español viejo, como cree en la otra vida, mira a la muerte a los ojos y la viste de negro, hedionda y terrible, verdeante de moscas, con gusaneras de Valdés Leal y plañideras de Julio Romero de Torres; por eso sueña con miuras fieros y, bien confesadito, se arroja sin miedo a torearlos, porque sabe que después de esa muerte negra como un tizón sobreviene la gloria eterna, allá en la Jerusalén celeste.

Un miura es, en fin, un escándalo en esta fase democrática de la Historia, tan dulce y humanitaria, con sus abortorios trabajando a destajo y sus degüellos de cristianos transmitidos por Youtube, que a los animalistas ni siquiera los inmutan, pues están muy democráticamente ocupados en convencernos de que los toros meriendan nardos y se cuestionan su «género» y «opción sexual», de tan sensibles que son.

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