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EL BURLADERO

La antorcha y el trabuco

La pérdida del sentido de la realidad es una tragedia colectiva. Menos para los Pujol, que siempre se lo acaban llevando

Carlos Herrera

Si usted o yo, querido lector, después de ser investigados por el manejo de millones de euros en bolsas de basura, después de haberle dicho a un juez que no disponíamos de cuenta alguna en el extranjero, hubiésemos sido sorprendidos retirando un par y medio de millones de euros de un banco de Andorra con destino a algún agujero mexicano, a buen seguro tendríamos un problema. Evidentemente dormiríamos en la delgada colchoneta de algún calabozo en la esperanza de que tal sueño reparador ablandase nuestra resistencia y le acabáramos contando al juez, con pelos y señales, lo que tenemos y dejamos de tener. Más aún si ese juez dispone de informes que aseguran que el dinero evadido en bolsas de plástico puede provenir de comisiones ilegales libradas por empresarios que albergaban esperanzas de conseguir alguna adjudicación de la Administración con la que, usted o yo, teníamos una magnífica relación merced a que era nuestro padre quien presidía la misma. Parece de libro. Sin embargo a Jordi Pujol Ferrusola, que sí ha protagonizado lo anterior, paso a paso, bolsa a bolsa, aún no le ha costado nada. Vaya usted a saber qué razón impide a la Fiscalía sugerir medidas severas.

Algunos observadores se malician que el caso Pujol, desde el padre hasta el último de los hermanos –detenido unas horas ayer mientras se procedía al registro de sus oficinas y viviendas–, no es más que una moneda de cambio en los complicados equilibrios a realizar para evitar males mayores en esa soberbia estupidez colectiva que se vive en Cataluña a cuenta de su hipotética e imposible independencia, esa que jamás se podrá obtener por la exclusiva voluntad de los políticos del Parlamento catalán por mucho que vociferen y salgan al balcón con la antorcha y el trabuco. Ignoro si es así, pero en el caso Pujol, que es el caso de una familia entera, se esconden los peores vicios de un «país petit» acostumbrado a callarse y mirar hacia cualquier lado menos hacia el que se debería mirar si se tuvieran las agallas de las que tanto se presume. Menos salir a los balcones a hacer el tonto y más levantar las alfombras para descubrir a los listos.

Societat Civil Catalana, la agrupación que planta cara de forma admirable al secesionismo catalán, ha elaborado un interesante informe sobre las consecuencias económicas que supondría para los catalanes desgajarse de España. En toda ruptura o fragmentación se produce un descenso de las relaciones comerciales que oscila entre el 30% y el 70%, perdiendo más la parte más débil. El principal cliente de los productos catalanes es, mal que les pese a algunos, Aragón. No Francia ni el resto de Europa. Aragón. Cataluña vende al resto de España en torno a los 45.000 millones de euros. A Europa, 35.000. Un descenso a menos de la mitad de la primera cifra significaría un mazazo insoportable para una sociedad que, además, vería cómo las empresas deslocalizarían sus sedes y los bancos principales se irían a buscar el calor del BCE en territorios próximos y comunitarios, con la consiguiente pérdida de financiación a las pymes catalanas, verdadero tejido conectivo de la rentabilidad del Principado. La Caixa a Zaragoza y el Sabadell, a Madrid. Las inversiones caerían en picado, el desempleo crecería al triple y desaparecerían los fondos europeos de los que tanto se beneficia, entre otros, el sector agrícola. Cerca de 500 millones volatilizados. No es necesario especular acerca del futuro de las pensiones o de las prestaciones de desempleo de una Comunidad que salva sus cuentas gracias al Fondo de Liquidez Autonómica. No es necesario siquiera seguir con el relato. La pérdida del sentido de la realidad es una tragedia colectiva. Menos para los Pujol, que siempre se lo acaban llevando.

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