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Una raya en el agua

La combinación

Pujol gozó de impunidad consentida; razón por la que debía saber que el Estado guardaba la combinación de su caja fuerte

Ignacio Camacho

Veintitrés años. Ese es el extenso período en que Jordi Pujol ejerció como Muy Honorable Presidente de la Generalitat de Cataluña. Máximo representante del Estado en su comunidad y autoridad suprema de las instituciones catalanas. Y durante ese tiempo, y otra década más de añadidura, fue según propia confesión de puño y letra un evasor fiscal, que estafó impuestos a sus compatriotas y a sus conciudadanos. Una impostura moral, política y social que lo descalifica como gobernante y arrasa el indiscutible prestigio que llegó a adquirir en una época. Pujol el estadista, Pujol el sensato, Pujol el referente, era en realidad un defraudador a Hacienda. Cuando exaltaba la honestidad burguesa y cuando defendía el ideal industrioso y emprendedor de la clase media; cuando apuntalaba la estabilidad de España y cuando preconizaba la ruptura soberanista, Pujol el pragmático escondía dinero en paraísos fiscales mientras sus hijos amasaban una fortuna de procedencia dudosa al amparo de su posición de influencia.

Esto son hechos objetivos y en buena medida confesos. Por eso da igual que ahora el anciano patriarca trate de victimarse de nuevo como objeto de una persecución política. O que ponga querellas por revelación de secretos destinadas a blindarse de la justicia española mediante las leyes de conveniencia de Andorra. Da igual que sus partidarios, sus arúspices y sus voceros intenten relativizar los hechos en un contexto de larga impunidad consentida por el Estado al que ciertamente Pujol apuntalaba a cambio de vista gorda a sus privilegios y de cuantiosas inversiones financieras y competenciales en Cataluña. Da igual porque el régimen autonómico catalán engordó y se desarrolló al tiempo que la fortuna familiar de su líder y en una manifiesta relación de causa-efecto. Y puede que en el conjunto de España hubiese mucha gente in albis pero en la sociedad catalana era una certidumbre asumida, un asunto de común conocimiento.

De tal modo que si ahora, como denuncian los nacionalistas, alguien ha decidido sacar a la luz los escándalos que durante tantos años permanecieron en tibia y confortable penumbra, es pura y simplemente porque podía hacerlo. Porque estaban ahí, al alcance de quien pusiera interés en seguirles el rastro. No lo pusieron por cierto los complacientes medios catalanes, ni la maleable oposición política catalana, ni la biempensante élite intelectual o empresarial de Cataluña; temerosos todos ellos de resfriarse si levantaban la manta protectora del beneficioso statu quo tardopujolista.

Solía decir Rubalcaba que cuando alguien echa un pulso al Estado lo pierde. Pujol se lo echó minimizando –"¿qué coño es la UDEF?"– el poder al que desafiaba. Olvidó que para esa clase de desafíos hay que tener una casa con techo de cristal. O por lo menos, no haber dejado que los albañiles se quedasen con la combinación de la caja fuerte.

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