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LLUVIA ÁCIDA

El numerito

David Gistau

HACE algún tiempo, tuve ocasión de participar en una cena en la que estaba una persona que podría haber ocupado una jefatura de Estado europea. Por alguna razón que no recuerdo, la conversación derivó al Holocausto, lo cual provocó un rato de tensión en un ambiente que hasta entonces, con los rostros bronceados propios de la estación, había sido ligero y divertido. La persona en cuestión dijo dos cosas que me parecieron arraigadas en la cultura europea contemporánea. Que los judíos con los que trataba eran cerrados y desconfiaban de todos, a lo cual se le respondió que el recelo era como mínimo comprensible en un continente que hacía tan sólo un par de generaciones había metido en hornos crematorios a sus abuelos. Y que él se preguntaba hasta cuándo deberíamos cargar con un complejo de culpa colectivo: «Estoy harto de que vengan enseñándome el numerito tatuado en el brazo». Esta frase entrecomillada es textual, la pronunció golpeándose la cara interna del bíceps, que es uno de los lugares donde solía tatuarse «el numerito».

Creo que la Europa posterior a los años cincuenta consideró un engorro tener que matizar una tendencia milenaria a la judeofobia por la influencia de ese mismo complejo de culpa, o de compasión, o de horror, del que en el fondo ansiaba liberarse como de un castigo ya cumplido. Véase que el cine y la literatura sobre la Shoa a menudo eran recibidos como manipulaciones de un «lobby» que deseaba mantener la ventaja del victimismo. Eran obras que venían enseñando el numerito, desde Spielberg a Lanzmann, Primo Levi o Raúl Hilberg. Por ello esta Europa abrazó con tanto entusiasmo la oportunidad de renovar un discurso judeófobo con el que se declaraba extinta la culpa y que se debió a dos factores. La incorporación del pensamiento de izquierda al antisemitismo, que lo rehabilitaba del vínculo fascista. Y las guerras de Israel, cuyo Thazal, al conceder poder militar a una víctima determinada a no volver a serlo, anulaba también el privilegio del victimismo concedido a regañadientes después de la apertura de las puertas de los campos de exterminio.

Si a esto se agrega la neblina de distancia histórica que va envolviendo Auschwitz, resulta que el ambiente está preparado para que vuelva a fluir sin contenciones un odio incorporado a la genética europea. En un país en el que salta una alarma cada vez que aparece un renglón contrario a la corrección política, sin embargo es posible leer artículos que habrían abierto portada en Der Stürmer. Basta tomar como ejemplo el de ayer de Antonio Gala en «El Mundo». No es espantoso porque refleje conmoción por las muertes civiles en Gaza, lo cual sería comprensible incluso en el choque primario de propagandas que caracteriza todo conflicto. Lo es porque va más allá y, aprovechando que el clima de aversión inspirado por la entrada israelí en Gaza aceptaría durante estos días cualquier barbaridad, hace un análisis justificador de todas las persecuciones y expulsiones sufridas a lo largo de los siglos por «el pueblo hebreo», al que al menos, bien apegado al estereotipo del odio al que ni Shakespeare se mostró ajeno, el autor reconoce que sabe manejar el dinero. En todo lo demás, no es un pueblo, sino un monstruo que merecido tiene cuanto le ocurrió y cuanto le ocurra.

No hace tanto tiempo, las teorías negacionistas movían a escándalo. Ahora salen publicadas sin reparo otras que ni se molestan en negar, peor aún, que aprueban como parte de una justicia histórica hasta lo que los nazis se resistían a admitir. Verdaderamente, el numerito tatuado ya no impresiona a nadie.

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