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La vida

Cor Pan, turista holandés, bromeaba con sus amigos desde la terminal. Unas horas después ya no existía

Cor Pan y su novia, Neeltje Tol, eran holandeses, rubios y treintañeros. Una pareja atractiva, de risa suelta y vitalismo franco. Este verano decidieron regalarse con unas vacaciones a lo grande y eligieron un destino exótico: Malasia. La compañía que los iba a transportar a su destino era Malaysia Airlines, la misma que el pasado marzo perdió su vuelo MH370, en uno de los mayores enigmas de la historia de la aviación civil, nunca esclarecido. Poco antes de despegar, Cor y Neeltje se hicieron una autofoto (selfie para los pedantes) en la rutilante terminal de Ámsterdam. A Cor, que guarda un cierto parecido con el exageradillo montañero Calleja, se le ve ufano en la imagen. A Neeltje, con su pómulo recostado sobre el de su pareja, le asoma la ilusión romántica a sus ojos azules y a su sonrisa expansiva. Cor, con alma de cómico, no pudo resistirse a hacer un poco de humor negro cuando divisó su avión tras los ventanales. Para divertir a sus amiguetes, tomó una foto de la nave con su móvil y la subió a Facebook con esta leyenda: «Por si desaparece, aquí podéis ver cómo era». Increíblemente, desafiando toda probabilidad estadística, el chiste se convirtió en una profecía autocumplida, uno de esos cruces del destino que certifican que la vida es un infinito absurdo.

El Boeing 777, con 298 seres humanos a bordo, llevaba cuatro horas en el aire y volaba a diez mil pies de altura sobre la frontera entre Ucrania y Rusia. En tierra, alguien hizo algo tan sencillo como activar un misil tierra-aire de fabricación rusa y apuntar al avión. No necesitó sudar ni pensar demasiado para derribar el Boeing y matar a 298 personas totalmente ajenas a las cuitas nacionalistas de Ucrania y a las baladronadas imperiales de Putin.

No solo sucede con el comercio, internet y el cine de Hollywood. El terror también es global. Todo está relacionado. El encogimiento de hombros en Washington de un político de buen pico y ánimo pusilánime puede costarles la vida a un turista holandés y a su novia, que tan solo buscaban paisajes idílicos en el otro extremo del mundo, poder mazarse moderadamente con cócteles extravagantes, comer langostinos picantes, hacer el amor a la sombra de un árbol raro, escondidos en un resort caro, de esos que se zampan en diez días los ahorros de meses.

Europa -fatigada, escéptica, de capa caída- no sabe ni quiere defenderse y Estados Unidos ha dimitido de la policía planetaria, onerosísima para un país empufado hasta las cejas. Bush fue muy lejos. Pero Obama se ha dado a la fuga demasiado rápido. Bush creyó que podía acudir al mayor avispero del mundo, la guerra civil perpetua de los árabes, y sembrar una democracia como si aquello fuese un campo de tulipanes. Flores entre minas. Idealismo pueril (ay, aquella foto grotesca en la cubierta del portaaviones, celebrando la victoria perpetua en Irak disfrazado de piloto de caza). Obama se ha ido al extremo contrario. Se lava las manos y todo se descontrola, mientras él, un pato cojo ya de salida, se recrea en la vacuidad de sus deslumbrantes dotes oratorias. Putin, veterano al fin y al cabo de la sórdida KGB, lo ha calado bien. Los turistas mueren en una guerra que ni siquiera ha comenzado. Cor Pan nunca llegó a su playa

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