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EL BURLADERO

El mundo al revés

Un aglomerado de la peor basura social ha planeado aprovechar cualquier manifestación para sembrar toda violencia posible

Carlos Herrera

A la democracia se la defiende desde las instituciones, desde el compromiso colectivo con las leyes y desde la defensa del orden constitucional. Lo primero es cosa de la política, lo segundo de los ciudadanos y lo tercero de las Fuerzas de Orden Público. La Policía Nacional tiene el deber de velar por la seguridad ciudadana y en ese empeño debe estar respaldada en medios y apoyos por todos los estamentos políticos y sociales. Si un grupo, más o menos nutrido, establece una serie de acciones tendentes a comprometer la seguridad de los miembros de tal Cuerpo Nacional, este tiene todo el derecho a defenderse, ya que defendiéndose a ellos nos están defendiendo a todos. Hasta aquí las líneas generales de la ley y del sentido común.

Desde aquí la materia opinable. Un aglomerado de la peor basura social ha planeado aprovechar cualquier manifestación de descontento ciudadano para sembrar todo caos y toda violencia posibles. Su ejecutoria consiste en la destrucción de lo que alcance a su ira y al uso de violencia extrema contra servidores del orden público. Se vio el sábado en Madrid tras la Marcha por la Dignidad y se ha visto en los campus universitarios en las últimas horas. Comandos de extrema izquierda, okupas, activistas «antifascistas» y grupúsculos filoterroristas han establecido un operativo destinado a masacrar policías. El mundo al revés. Utilizan medios de guerrilla urbana ante la sospecha o la convicción de que los policías están obligados a contenerse en evitación de males mayores, y de ahí que sean capaces de exaltarse entre ellos al grito de «Son pocos! Vamos a machacarlos!» o de que establezcan estrategias como la de reclamar su presencia mediante un hecho ficticio y abalanzarse sobre ellos aprovechando su superioridad numérica. Ante tal gravedad de atentado a la seguridad pública y al orden más elemental, la Policía puede y debe utilizar todos los medios a su alcance, estén los observadores internacionales tomando nota o no. La dignidad de un policía no puede ser pisoteada bajo ningún concepto, por la sencilla razón de que la suya es la nuestra, la de todos. Si no se respeta a un policía no se respeta la democracia. Y si un policía se extralimita en su trabajo existen los suficientes mecanismos de control y sanción para reponer el trato justo e imponer las medidas oportunas al efecto de que no se vuelva a repetir.

La chusma antisistema y todos los bastardos embozados llevan sus actuaciones al límite en la esperanza de que un policía pierda los nervios –o se produzca algún hecho inesperado– y la «causa» cuente con un «mártir» al que invocar y por el que extravasar cuanta más rabia mejor. No se puede ceder ante tentación alguna, pero tampoco se puede asistir de brazos cruzados ante el avasallamiento criminal. Y la izquierda convocante de diversas manifestaciones en las que se cuelan los miserables debería excitar un tanto más sus mecanismos de control y ser menos pichafloja en la condena de los hechos. Quede bien claro que quien no condena la violencia está siendo cómplice de ella.

Y, por fin, sería deseable un marco jurídico un tanto más adaptado al rigor de los hechos. No es admisible que cuarenta detenidos por haber atacado violentamente a varios policías con todos los medios a su alcance sean puestos en libertad apenas unas horas después como si aquí no hubiera pasado nada. Si los jueces y fiscales lo hacen por no tener a su disposición argumentos jurídicos suficientes, el legislador debe suministrárselos. Y exigirles contundencia, por más que los willystoledos y otros cretinos de su especie se planten a exigir la libertad de los detenidos.

¡Anda que si esto fuera cualquier otro país iba a resolverse esto con los policías en el hospital y los criminales en las tabernas!

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